martes, 13 de septiembre de 2011
Al hombre que miraba
jueves, 7 de julio de 2011
Se equivocaron
Un día te despiertas, miras hacia atrás y te das cuenta de que no sabes qué ha pasado con tu vida. Porque tú no has hecho nada. La vida ha elegido por tí, y te ha dado un día a día que nunca llegaste a imaginar. Aún recuerdas cuando imaginabas cómo iba a ser ese futuro que ahora es presente. Cómo buscabas una identidad, algo que dijese "esta soy yo, tal y como imaginaba cuando era niña". Seré médico, pero seguirá gustándome el heavy. Seré abogada, pero continuaré saliendo por las noches hasta que el sol aparezca por el horizonte. Seré informática, pero seguiré siendo un lobo salvaje.
Pero acabas los estudios y todo aquello que imaginabas nunca llegó a ocurrir. No es que crea que he vivido una mala vida, que no haya cumplido mis expectativas. No. Lo que sucede es que una se da cuenta de que el "yo soy" o el "eso no pega conmigo" no es algo inamovible, ni tan firme como pensabas. Mi vida ha sido como cubo lleno de arena negra y blanca, que poco a poco y sin darme cuenta, se ha vuelto gris.
Sin embargo, creo que mi vida ha sido distinta a la tuya. Hubo un evento que hizo que removiera la arena. Un detonante que hizo que el cubo estallase en mil pedazos y que hizo que la arena se la llevase el viento. El día en que murió mi madre, cuando decidí que ya era hora de irme de casa. Las paredes eran viejas ya, y la viuda de mi padre ya no iba a estar para cuidarlas. Recogí algo de ropa, la documentación y algo de comida para el viaje diciendo adiós a mi ciudad. Ni siquiera pude ver enterrar a mi pobre madre. Llamé a un taxi, y me sacó de la ciudad. Lloré todas las lágrimas que fueron necesarias durante el viaje y no permití que saliera ninguna más.
Dejé atrás mi primer trabajo y a mis amigos, pero me llevé mi vida conmigo. Era lo menos que podía hacer por ella. Fue una nueva etapa para mí, cuando por fín me di cuenta de que nada permanece. Nada es inmutable.
Llegué a mi nueva casa, donde pagaba la mitad de mi nuevo sueldo por una modesta habitación, y tras deshacer mi humilde maleta, me senté al borde de mi nueva cama. Creo que fue entonces cuando ví el primer fantasma. El primer muerto que ví era yo, y eso que todavía no había fallecido.
Los días pasaron, y poco a poco empecé a acostumbrarme. La difunta madre del kioskero que todavía intentaba atender a los clientes. El hombre que cruzaba una y otra vez aquel paso de cebra. Aquel señor de bigote blanco que saludaba a alguien que ya no estaba allí. Y lo peor eran los hospitales, cada vez más llenos de gente. Los vivos, que esperaban a ser atendidos, y los muertos, que esperaban a no se sabe qué.
La verdad es que hasta entonces no me había preguntado porqué veía lo que veía, y nunca lo supe. Lo que sí me sorprendía, era el cambio. Ni abogada, ni informática ni médica. Y además, ¡veía muertos!. Quizás eché demasiada arena negra en el cubo.
Un buen día, al salir del trabajo, ví a una señora con un carrito. Llevaba un bebé precioso, con una piel oscurísima y ojos de color turquesa. Era igual que su madre.
- Es una niña preciosa - le dije con una sonrisa.
- Lo es. Se llama Neith - me contestó la madre sonriendo.
- Parece que le gusta mucho jugar. Mira como mueve los deditos. ¡Mira como intenta coger esa mosquita!
- Sí. Además, es muy lista. Con apenas un par de meses, y ya parece querer hablar - me dijo orgullosa la señora - por eso le puse Neith, como la diosa egipcia de la caza y la sabiduría.
- ¡Vaya! Eres muy joven como para ser madre, ¿no?
- La verdad es que sí. Ni siquiera sé cómo pasó. Fue todo tán rápido...
Como ví que los ojos se le entristecían, cambié de tema. Hablamos de muchas otras cosas. Teníamos una edad parecida, y gustos similares. Y después de hablar durante toda la tarde, nos despedimos.Sin embargo, la suerte quiso que cada día, después de salir del trabajo, acabasemos encontrándonos. Nos hicimos amigas, y al cabo de un tiempo incluso compartíamos piso. Yo necesitaba una compañera de piso, y ella no se entendía con su casero.
Al cabo de un par de meses, llegó llorando a casa. Apenas podía comprender lo me decía.
- ¡Mi niña!
- Me estás asustando. ¿Qué ha pasado con Neith?
- ¡Me.. me la han quitado! - dijo entre gritos y lágrimas.
- ¿Quienes? ¿Porqué?
- ¡Dicen que no es hija mía! ¡Que se equivocaron!
Poco a poco, comenzó a desvanecerse. Siempre supe que estaba muerta. Volví a verla al día siguiente, en el parque de nuevo. Volví a conocerla y volví a preguntar por su hija. Volvimos a ser amigas y volvimos a ser compañeras de piso. Volvió otras miles de veces a casa, con el rostro maquillado de lágrimas, diciendo que le habían quitado a su hija. Siempre se repetía la misma historia, una y otra vez. He perdido la cuenta de cuantas veces he conocido a mi mejor amiga. A pesar de ello, disfruto de su compañía y se me olvida la soledad.
Nunca llegué a preguntarle por su nombre.
Quizás algún día lo haga.
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lunes, 2 de mayo de 2011
Entre hermanos
...el mejor ejemplo que puedo darle, es uno que me dio mi padre hace tiempo. Verá, cuando todavía era joven y creía que todo era posible, vimos en la tele un programa que hablaba sobre la capacidad de la mente humana. En él hablaban sobre telequinesis, telepatía, premoniciones y cosas así. Hablaban de que la mente humana utilizaba tan solo una pequeña parte de todo su potencial. Me giré hacia mi padre, y le pregunté si él creía en estas cosas. Me contestó que lo que él creía era que si realmente estábamos desaprovechando gran parte de nuestro cerebro, el utilizarlo sería similar a cuando un adulto ve como un vaso que va rodando por el borde de una mesa. Sin darle mayor importancia, recogería el vaso, pues sabe que si no lo hace, sabe que llegará al borde y caerá al suelo. Entonces se rompería, y tendría que recoger todos los pedazos. ¿Cómo hubiese actuado un niño en su lugar? Probablemente no habría detenido el vaso, y al golpear éste contra el suelo se hubiese puesto a llorar asustado.
Mi padre imaginaba que algo similar ocurriría con un ser humano que aprovechase mejor su cerebro. Nosotros vemos el vaso rodar, y quizás alguien podría predecir que tres días más tarde habría un terremoto en India.
Algo similar debe de sucederle a mi Gregorio, mi hermano. No es que aproveche más partes de su cerebro que los demás, sino que lo utiliza de forma diferente. Verá, señor agente, cayó de un segundo piso cuando aún éramos pequeños. Se golpeó la cabeza, y mis padres le ingresaron en el hospital. No recuerdo cuanto tiempo estuvo allí, pero los médicos dijeron a mis padres que mi hermano había perdido la facultad del tiempo. Era incapaz de distinguir un recuerdo de algo que él razonaba. Es decir, que era incapaz de distinguir si el vaso iba a caer, o si había caído ya. Por eso se expresaba confundiendo los tiempos verbales. Además, su capacidad para preveer las cosas se vió muy mejorada.
Aún recuerdo una vez que llegó a casa y dijo:
- Mamá, el pollo de anoche estaba muy rico.
Mi madre había preparado pollo para cenar ese día, la noche anterior habíamos cenado sopa. Ni siquiera había comprado el pollo hasta poco antes de que Gregorio llegase a casa.
Al principio creíamos que era casualidad, pero poco a poco iba acertando cada vez más a menudo. Acertaba las comidas, el tiempo, quién iba a ganar las elecciones, la liga de fútbol... cosas así.
Durante nuestra adolescencia, a mí me encantaba salir con él en busca de chicas. Le preguntaba si se acordaba de cuando había estado saliendo con aquella chica que estaba enfrente de nosotros. Si me decía que sí, entonces me acercaba a ella. Nunca falló.
Pero no todo fue fácil para mi hermano. Gregorio tuvo muchos problemas en la escuela. Alguien que no es capaz de distinguir recuerdos de razonamientos no puede durar en la escuela, y todos lo sabíamos. Se las arregló bien durante los primeros años, cuando las clases aún eran sencillas, pero más tarde no fue capaz de seguir el ritmo del resto de sus compañeros. Dejó el colegio a los catorce años, y comenzó a trabajar en algo sencillo, como era limpiar la Catedral Norte. Simplemente tenía que barrer allá donde hubiese basura. No tenía que preocuparse si lo había hecho ya o no. Solamente debía de preocuparse de que todo estuviese limpio.
Poco más tarde empezó con los hurtos. Robaba sin que nadie le viese, sin molestar. Siempre robó a grandes superficies y comercios, nunca con violencia, ni a gente corriente. Mi hermano podrá ser un ladrón, pero siempre fue honrado, con un particular sentido del honor y de la ética.
Acumulaba todas sus “riquezas” en casa, en un cuarto que dedicó a sus pequeños tesoros. Siempre le dije que lo devolviese, que la gente lo comprendería. Que él estaba enfermo, y que la policía no le diría nada. Pero él no me hacía caso. Me decía que todo aquello lo hacía por mí, en compensación por lo que había tenido que sufrir por él. Por todo lo que le había cuidado, y que se sentía culpable por todo lo que me había hecho pasar. Yo siempre le dije que no pasaba nada, que éramos hermanos, y que era mi deber cuidarle. Que ni yo quería todo aquello que había robado para mí, ni que era necesario el que me pagase todos sus cuidados. Por algo era yo el hermano mayor.
Y así continuó durante toda su vida. Robando para agradecerme. Sacrificándose por mí, igual que yo me había sacrificado por él.
Y esa es la razón por la que estoy aquí, señor agente. Yo no maté a aquella señora para robar su tienda. Fue un accidente, pues Gregorio no es un asesino. De ésto estoy seguro. Todo ese dinero y objetos robados que han encontrado no son míos. Son de mi hermano. Puede que el juicio haya fallado en mi contra, creyéndome culpable y me haya encerrado aquí, pero le juro que soy inocente, que todo esto ha sido culpa de la enfermedad de mi hermano. Yo ya no tengo edad para hacer todas las fechorías de las cuales me culpan. Mi hermano estuvo durante toda su vida compensándome por esto, y al hacerlo, ha causado aquello por lo cual compensarme.
Comprenda mi historia señor agente, se lo ruego.
martes, 19 de abril de 2011
Dominando el miedo.
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Tras girar a la derecha ví a un hombre con la espalda contra la pared, mirando al frente, con unos ojos que pedían salir de allí. Un reguero de orina recorría el pantalón de su traje, como si también tratasen de escapar. La sala era demasiado pequeña para tanto miedo. Por eso, el hombre empujaba la pared con su espalda en un vano intento de alejarse.
Asomé un ojo por la esquina, tratando de comprender la situación. Con ciudado, sin que aquello que allí hubiese pudiera verme. Lo ví. Noté cómo el calor producido por la adrenalina iba recorriendo mi cuerpo, haciendo arder mi estómago y pecho. Me froté los ojos, y mientras se aclaraba mi visión, apareció ante mí un león. Sí, querido lector, ví un león suelto en una estación de metro de Madrid.
Poco a poco la fiera fue acercándose al hombre, olisqueándolo. Podía oírse el aire entrar en sus fosas nasales, impregnando su hocico con el sudor de aquel desgraciado. Las babas del felino comenzaban a gotear, golpeando contra el suelo al son de un ruido viscoso.
El hombre dió un respingo, dejando caer su maletín con gran estruendo mientras millares de folios revoloteaban en el aire. El león comenzó a rugir, llenándo la habitación de furia. Algo sonó a su derecha. Era una mujer de unos treinta años, que se acercaba tímidamente hacia el rey de la jungla.
- Shhh, tranquilo, tranquilo.
Llevaba las manos al frente, mostrándole a la criatura que ella no era ninguna amenaza. El león se giró, mirándola con curiosidad. El hombre continuaba inmóvil. Yo veía toda la escena incrédulo, pues aquello parecía irreal. El león parecía que hubiese salido de una de esas viejas películas antiguas, donde aparecen majestuosas criaturas hechas de trapo, moviendose con espasmos.
La mujer llegó hasta el león y comenzó a acariciar su melena lentamente, pero sin titubear. Éste se sintió incómodo al principio, lanzando pequeños rugidos de desagrado, pero poco a poco acabó por sentarse, y finalmente tumbándose en el suelo. El hombre se alejó lentamente, y cuando pasó por mi lado, echó a correr.
Oí como dos pequeños disparos, y ví como dos pequeños dardos se clavaban en el cuello y costado del león. Lanzó un último rugido, pero antes de que acabase, se quedó profundamente dormido. La mujer miró en mi dirección. Yo me giré siguiendo su mirada, y ví que a mi espalda había cinco policías, aún con el rifle apuntando al león. La mujer se puso en pie, y comenzó a caminar hacia nosotros. No llegó a dar un solo paso cuando las piernas empezaron a fallarle. Corrí hacia ella, y pude cogerla antes de que se desmayase.
Había sido increíblemente valiente. Se llevaron al león como pudieron, utilizando una especie de remolque.
- ¿Estais bien? - dijo el policía.
- Sí, solo se ha desmayado. -
Cuando las cosas se calmaron un poco, ella volvió en sí. Resultó ser una mujer de lo más normal, dependienta de una óptica. Le pregunté que cómo había sido capaz de hacer lo que hizo. Me dijo que no lo pensó, supo que era aquello lo que debía de hacer. No conocía de nada a aquel hombre.
Tras estar hablando un rato, le pregunté que si no le importaba que publicase todo lo sucedido en mi blog de relatos. Y aquí está
¡Inés, si lees esto, deja algún comentario!
Un abrazo.
domingo, 13 de marzo de 2011
Un trébol incompleto
En aquella noche no había luna llena, no llovía. No hubo ningún misterioso asesinato, ni vi fantasma alguno. Y aunque yo nunca he sido guerrero ni ladrón, tengo algo que contar.
Solo hubo algo fuera de lo común aquella noche y fue que mientras estaba sentado en el sofá después de cenar, tomé una decisión. No sé que rondaría por mi cabeza entonces, pero decidí que aquella noche iba a conducir. Mi familia estaba acostada ya, y al día siguiente tendría que ir a trabajar. Estuve a punto de arrepentirme, pero me dije a mí mismo que si me tenían que esperar al día siguiente, pues que esperasen.
Conduje por la ciudad que ya estaba arropada con mantas. Luces que parecían cansadas y querían dormir en la oscuridad. Sí, la ciudad parecía que estuviera sonriendo medio dormida. Los semáforos continuaban trabajando para una ciudad desierta,y yo circulaba como si fuese el rey del mundo. Salí de la ciudad al poco rato de estar conduciendo, pues la ciudad no me ofrecía nada.
Soñaba despierto, dejando que ese fresco aire nocturno erizase los pelos de mi brazo a través de la ventanilla. Mirando al frente, veía carretera y estrellas, iluminándose a veces sí, a veces no. Una pantalla negra con agujeros por donde se filtraba la luz a través de pequeños agujeros. Veía cada estrella y sabía que siempre había estado allí. Y me veía a mí mismo viajando con mi padre de noche, mirando a estos pequeños luceros desde el asiento de atrás. Nada había cambiado en el cielo, pero todo parecía haber cambiado en la Tierra.
Un letrero apareció inmóvil ante mis focos. Daba la bienvenida a la ciudad de Sanctus. Me dio las buenas noches, pues allí todo el mundo estaba durmiendo.
Por fin entré a la ciudad que no estaba buscando. La blanca e inmaculada Sanctus, donde todo era perfecto. Ciudad de niños felices y padres orgullosos. Con cinco catedrales de mármol blanco, uniforme de la ciudad.
Detuve el coche en un hueco que había para aparcar, y bajé para entrar en el bar que había a pocos metros.
Tardé poco en hacer amistad con la camarera. Estaba a punto de cerrar, pero al verme entrar, mandó al carajo el horario. Si ya eran las tres de la madrugada, que más daba cerrar un poco antes o un poco después, si nadie en aquella ciudad bebía temprano.
Me habló de sus gentes y de sus costumbres. Me habló de John, el americano que siempre tomaba un tequila antes de irse a dormir. Me habló de aquella chica negra tan guapa, que iba a ser madre. Y me habló también de aquel ladrón que no sabía si había estado ya, o estaba todavía por venir. Mencionó a Guillermo también, el hombre que más suerte tuvo del mundo. De toda aquella gente, Guillermo fue el afortunado que obtuvo mi interés.
Porque a Guillermo se le acercó la chica más guapa de todo Sanctus y nunca antes se habían visto. Rosa llamó a su puerta por error, y prácticamente se lo llevó a la cama.
También le tocó el mejor premio en el sorteo de la ciudad en tres ocasiones, y eso que en una de ellas ni siquiera había jugado. Se encontró el boleto tirado en el suelo, una vez había salido ya el número premiado. Nunca había caído enfermo, y fue el único de su clase de primaria que no tuvo piojos aquel año. Ya desde bien chico, su madre decía que no comprendía cómo era posible que su hijo fuese tan afortunado. Ya fuese por suerte o casualidad, se bajaba de los coches que más tarde sufrirían algún accidente. También pasaba que, nunca llegaba tarde a los sitios pues tenía la suerte de tener todos los semáforos en verde cuando él pasaba.
Pero al final
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Y tal y como me dijo la camarera aquella noche, la mala suerte de Guillermo era que los demás no tuviesen tanta suerte como él tenía. Porque allá por donde él iba, las desgracias iban levantando polvo tras su rastro.
Él lo sabía, y maldijo mil veces su buena fortuna.
Tuvo que marcharse de la ciudad, porque ya nadie le aguantaba.
La camarera cerró el bar cuando ya eran casi las 5 de la madrugada. Nos despedimos, y caminé hacia mi coche. Todo aquello me daba mucho que pensar. Si la camarera se había inventado toda aquella historia para entretenerme, o si eran habladurías de barrio daba lo mismo. Había pasado una buena noche, y me había dejado pensando. Mientras conducía de vuelta a casa, el sol comenzaba a asomar por el horizonte, apartando una a una a todas las estrellas. Ya solo quedaba la última cuando llegué a casa. Ya era hora de dormir y de levantarse.
martes, 22 de febrero de 2011
La eterna pregunta
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(Rápido Guillermo, responde sin titubear)
- Pues claro que no, cielo. ¿De dónde has sacado esa idea?
(Muy bien, Guillermo)
- Eso mismo pensaba yo, pero bla bla bla...
Guillermo desconectó. Miraba a su alrededor, aunque su mente estaba muy lejos de allí.
Mientras Rosa le hablaba de temas que poco le interesaban, él asentía e intercalaba algún "ahá" de vez en cuando. El café que tenía sobre la mesa aún estaba caliente, y lo removía de forma automática.
- Guillermo, ¿me estás escuchando?
- Ahá... sí..., claro....
El bar estaba vacío. Solamente Rosa y él sentados en una mesa, al lado del reloj: eran las 19:00.
- ...y me fui enfadada. Que poca vergüenza.
- Desde luego... ahá...
El tiempo se le hacía eterno. Miró el reloj, que marcaba las 17:33.
- ..y ella erre que erre...
- Ahá, ahá...
Las paredes estaban pintadas con un tono ligeramente marrón que le recordaba a las paredes de casa de sus padres.
- ¡No me estás escuchando!
Se rompió el hechizo. Guillermo dió un pequeño brinco, sobresaltado por el repentino grito de Rosa.
- ¡Nunca me escuchas! Es un tema que sabes que me preocupa y llevo media hora hablando sola!...
(Un momento... ¿media hora?)
- Siempre me haces lo mismo. Yo a tí siempre te estoy escuchando y...
(Hace un rato el reloj marcaba las 19:00, luego las 17:33.. que extraño. ¡Algo raro sucede!)
- ¡No sé ni como te aguanto porque...
(Ahora marca las 23:14. Esto es imposible, debo de estar en un sueño. A ver... ¿cómo he llegado hasta aquí?)
Guillermo no sabía como había llegado hasta allí. Estaba soñando. Rosa continuaba discutiendo sola mientras él salía del bar.
- Mmm... ahora recuerdo. Anoche, antes de acostarme leí sobre sueños lúcidos, es decir, aquellos sueños en los que eres consciente de que estas soñando. Me dije a mí mismo que experimentaría a ver qué cosas podía hacer mientras estaba soñando. A ver...
Guillermo intentó modificar las leyes de la física, tratando de volar, atravesar paredes... Nada. Seguía con los pies en el suelo, y las paredes ni se inmutaron.
- Supongo que no tengo suficiente práctica.
Un hombre le miraba.
- Hola Guillermo - dijo el hombre.
- Hola, ¿quién eres? No te reconozco.
- Pues no lo sé. Yo tampoco sé quién soy.
- Creo que no te he conocido nunca. Quizás te haya inventado durante este sueño.
Guillermo se dió cuenta de que todo lo que aquel hombre le dijera, ya lo sabría. Él era producto de su imaginación. No obstante, le picaba la curiosidad. Era como mirar a través de un agujero en la pared hacia la sala cerrada del subconsciente.
- Voy a aprovechar para hacerle una pregunta profunda. Será interesante escuchar la respuesta que ofrece este personaje y descubrir qué piensa la cara oculta de mi mente. - pensó Guillermo.
- Soy todo oídos.
- Está bien, está bien. ¿Quién soy yo?
- Mmm... sabes que estás soñando, y sabes que eres Guillermo. Si lo sabes, ¿porqué me lo ibas a preguntar?. Lo importante no es quién eres, puesto que lo que yo te conteste será obvio. La pregunta importante sería: ¿Porqué quiero preguntar a mi subconsciente que quién soy?
- Quiero conocerme mejor. Quiero que la parte no consciente de mi mente me describa. ¿Quién puede conocerme mejor que yo mismo?
- Tal vez estés equivocado, y lo que conozcas de tí mismo sea falso, por lo que la respuesta que te dé será errónea. Lo que sí puedo decirte, es que tienes interés en saberlo, y esta respuesta contesta a parte de tu pregunta.
- No lo entiendo.
- Nadie dijo que lo harías. Esto es un sueño, ¿no?. Sabías que solamente obtendrías respuestas crípticas por mi parte, y aun así me has preguntado.
El hombre comenzó a caminar apresuradamente, como si llegase tarde a algún sitio.
- ¡Espera! ¡Aún tengo muchas otras preguntas!
- Acompañame entonces.
- ¿A dónde vas con tanta prisa?
- ¿Es esa tu primera pregunta?
- Sí, lo es.
- ¿Y cómo ibas a tenerla antes de que comenzara a andar? ¿Cómo sabías que me iba a ir? Voy a hacer algo importante.
- ¿Qué es eso tan importante?
El hombre no respondió.
- Ehm.... ¿cómo te llamas entonces? - dijo Guillermo.
- Ya te dije que no sé quién soy.
- Solo he preguntado por tu nombre.
- Puedes llamarme Antonio si eso significa algo para tí.
El hombre entró en un edificio. Dentro había unas taquillas. Subió unas escaleras, y llegó a a una sala a oscuras. Podía oírse el rumor de unos aplausos.
- Guillermo, a partir de aquí he de dejarte. Yo entraré ahí dentro, y tú despertarás poco después. Y cuando lo hagas, descubrirás que aunque no sepas quién eres, al menos sabrás quién no eres.
Antonio entró dentro de la sala. Entre el rumor de los aplausos Guillermo pudo escuchar como su recién inventado personaje gritaba "¡Hijo de puta!". Instantes después, escuchó el sonido de un disparo. Los aplausos se detuvieron, y comenzaron los gritos. El sueño comenzaba a desmoronarse como un puzzle al agitarse. Gente que gritaba y salía aterrorizada del teatro Las mismas caras una y otra vez, como si el sueño se hubiese estropeado y se le hubiese acabado la gente. Guillermo trataba de buscarle el sentido a todo aquello, pero ya era imposible. Se vió inmerso en un mar de personas que le alejaba de aquel lugar. Otro disparo. ¿Quién era Antonio? ¿Qué representaba? ¿Y aquél teatro? Todo comenzó a rasgarse, y un dormitorio fue apareciendo poco a poco.
Rosa se despertó sin recordar nada de lo que acababa de soñar. Se estiró levemente, y vió que su reloj despertador marcaba las 05:36. Aún le quedaban unas cuantas horas antes de irse a trabajar. Miró a su derecha y vió que Guillermo dormía plácidamente. Le dió un besito, y volvió a dormirse.
(Te quiero).
martes, 15 de febrero de 2011
Tragedia
miércoles, 26 de enero de 2011
Luces y Sombras
Tras leer lo que me dispongo a narrar, puede que pienses que he perdido la razón o que todo es producto de mi imaginación, pero puedo asegurar que todo es verídico, y que si he alterado algún detalle ha sido de forma inintencionada.
Si el mundo debiera acabar con una tormenta, bien podría ser comparable a la de aquella noche. Relámpagos que rasgaban el negro manto de la noche con furia. Colmillos de luz blanquecina y púrpura que se clavaban sobre la oscuridad, rasgándola con dolor mientras su cómplice, el trueno, ensordecía a la impasible Luna. Tal era el escenario, que aún desde el Parking donde ocurrió mi desdicha, podía oírse el repiqueteo de la lluvia golpear contra el techo.
El centro comercial donde acostumbraba a realizar mis compras estaba a punto de cerrar, por lo que me dirigía con presteza hacia mi coche. No oí ningún ruido mas allá del espectáculo atmosférico, y no quedaban mas que tres o cuatro coches en aquel triste Parking. Algunas luces se habían apagado ya, invitando a los rezagados clientes a marcharse. Cualquier otra noche me hubiese parecido algo normal, pero no ese día. El juego de luces y sombras de aquel solitario lugar, obligaban a imaginar las más tenebrosas de las visiones.
Mis pasos resonaban en aquella escena como en una profunda caverna, confundiéndose con el leve murmullo de la tormenta. Daba la impresión de que algo innombrable estaría al final de aquella gruta, esperando a aquellos incautos que se adentraran a resguardarse del frío y el agua. Por fin, en el más lúgubre de los rincones descansaba mi viejo vehículo. Negro y desconchado, el viejo coche de mi difunto padre aguardaba pacientemente mi regreso. Tras guardar mis escasas compras y meterme en su interior, arranqué el motor, provocando que el coche diese un violento golpe hacia adelante: había dejado la primera marcha puesta y el coche había salido disparado hacia adelante, golpeando contra pared. Quité el contacto, y me acerqué a comprobar si había algún desperfecto.
Cual fue mi terrible sorpresa, cuando vi una inesperada sombra que yacía bajo mi coche. Aguanté la respiración durante unos breves instantes, expectante sobre la procedencia de aquella oscuridad. Temí haber aplastado un gato que durmiese en aquel sombrío aparcamiento, pero lo que allí había, no era otra cosa que un hombre.
Como un un árbol derribado reposaba aquel cuerpo sobre el frío y desgastado suelo verdecino. Cualquiera que hubiese estado allí, impresionado como yo lo estaba, hubiese gritado horrorizado ante semejante espectáculo. Yo, sin embargo, permanecí quieto observando, petrificado por el miedo. Aquel hombre no realizaba movimiento alguno, como un muñeco de trapo con increíble apariencia humana. Me temí lo peor.
Me fijé en sus ropas, harapientas y sucias, que abrigaban a un hombre delgado y viejo. Las manos, estaban tensas, como si hubiesen intentado apretar un objeto invisible, tratando de soportar mejor el dolor. Su rostro, pintado de sangre, tenía una desaliñada barba blancuzca manchada con algunas motas marrones en bigote y perilla que se resistían a las canas. Por su malsana apariencia, me hubiese atrevido a aventurar que era un pobre desdichado que vivía en las calles, un buscador de limosna. Era una mala noche para dormir a la intemperie, y por fortuna habría conseguido entrar en el Parking para pernoctar.
- ¡Oiga! - grité. Mas aunque esperé algunos instantes en busca de respuesta, solo obtuve silencio.
- ¡Oiga! - repetí más fuerte todavía - ¿Se encuentra usted bien?
Ningún sonido o ruido respondió a mi pregunta. Solo sangre y babas que emergían lentamente de su desdentada boca como una tapa de alcantarilla inundada. Me acuclillé acercándome a su rostro, y por fin pude oír algún murmullo: ligeros jadeos y una respiración entrecortada. Estaba vivo. Me incorporé de un salto, y por puro instinto, me metí de nuevo en mi coche, aterrado. Debía socorrer a aquel hombre, y lo hubiese hecho si en aquellos momentos hubiese sido dueño de mis actos, pero el miedo nublaba mi mente, dictándome que debía huir de aquel Parking maldito. Mis manos temblaban tratando de buscar la llave que arrancara el arma homicida, pues sabían que su deber era el de auxiliar a aquel desgraciado hombre. Estaba sudando, y mi mente trataba de gobernar a su propio cuerpo para que no huyese. De repente, las luces del Parking comenzaron a apagarse una a una hasta llegar a la completa oscuridad, la más pura y abominable oscuridad.
Jadeos. Lo único que podía percibir era mi agitada respiración, que ahora era tan violenta que incluso podía notar como el aire rasgaba mis pulmones. Cada aspiración inundaba mi pecho milímetro a milímetro, llenándolo de frío oxígeno. Diminutas partículas de polvo y suciedad, mezclada con los residuos propios de los automóviles se iban depositando en mis fosas nasales. Y cuán irónico es el cuerpo humano, que ante esta situación, mi mente se serenaba y volvía a gobernar a mis cobardes manos. Por fin pude hacer lo correcto, y corté los hilos de la desesperación que enmarañaban mis actos. Encendí la luz interior del coche en busca de mi teléfono móvil. Mientras buscaba con aquella tenue luz por testigo, el arrepentimiento y la culpa emergían a la superficie. En ningún momento hube tenido intención de huir, me dije, pues no era yo mismo. Nunca antes me había enfrentado a un hombre en tan lamentable estado, y menos en aquella situación tan tenebrosa. Ahora que soy propietario de mí mismo, podré llamar a la ambulancia que socorra a aquel pobre hombre, y que nos saque de aquí, solo debía llamar al ciento doce. Uno... mis dedos temblaban.... uno.... tres. Mis manos no respondían, y erraban su misión de marcar los números correctos. Borrar... uno... uno... dos ¡Ya está llamando! Por fin nos libraremos de este palacio de terror. Pero no llegó a sonar el segundo tono cuando colgué. ¿Qué iba a contarles? ¿Que me encontraba en un centro comercial cerrado con un hombre moribundo bajo mis ruedas? Aquel hombre estaba medio muerto ya, y seguro que no podrían hacer nada por él. ¿O sí? ¡Maldito y miserable miedo! No me dejaba actuar como un ser humano respetable. Volví a marcar. Uno.... uno... dos. Primer tono.... segundo tono..... nada.... no dio un tercer tono. Sorprendido, miré la pantalla de mi teléfono: estaba apagada. Entonces, no se si comencé a reír o a llorar, pues adiviné que no tenía batería. Me maldije a mí mismo mil veces. ¡Estamos aquí por tu culpa! Me he quedado encerrado en el Parking, a oscuras, y con un hombre a punto de morir bajo los neumáticos de mi vehículo gracias a mi propia dejadez y pereza.
Miré a mi alrededor, y solamente podía alcanzar a ver unos pocos metros del exterior del coche. Las entonces majestuosas columnas proyectaban su sombra alargada hacia la oscuridad, agarrándose al suelo en un vano intento por permanecer en zona segura. Más allá de la luz, nada sabía.
La lluvia comenzó a golpear más fuerte.
Encendí los faros del turismo, y me bajé a ver a mi víctima y verdugo. Ya ni siquiera respiraba. Había matado a aquel pobre hombre. Me sentía sucio, avergonzado. ¿Qué había hecho? ¡Maldita sea yo, y mi cobardía! Nunca pensé que podría sufrir tanto miedo como sentía gracias a mi propia ausencia de valentía. Sentía como un grave tumor en la garganta que me producía arcadas. Mi pecho, estaba siendo martilleado por el terrible corazón, pues cada latido era como el martillo de un terrible juez que impone severas condenas, recordándome la muerte del indigente. Me senté a su lado, en un vano intento de que mi tardío sentido del honor venciese sobre mi probada falta de agallas. Crucé las piernas, y apoyé mis codos sobre ellas. Mi rostro, descansaba sobre mis manos. ¿Cómo voy a salir de esta? Repasé todo lo ocurrido en aquella funesta noche mentalmente, tratando de descubrir el porqué. ¿Porqué tuvo que sucederme esto justo a mí? Hay tantas y tantas personas en este mundo, y los hados del destino me señalaron con el dedo. Me sentía como cayendo en un pozo, poco a poco. Todo dándome vueltas, viendo como el borde se iba alejando más y más de mí. Veía el cielo nublado y pálido alejarse. Cayendo, notando como una suave brisa del aire que dejaba escapar rozaba mis cabellos, llevándose la salvación y esperanza más y más lejos. Levanté la vista, y volví mi cabeza hacia el cadáver. ¿Qué voy a hacer? Ya no sabía que pensar. Por un lado, era la fuente de mi terror, y por otra, mi fiel compañero ante aquella broma tan pesada.
Comencé a hiperventilar. Lo poco que podía ver del Parking comenzaba a distorsionarse por mi exceso de oxígeno. Hormigueos en la puntas de los dedos, como si millones de insectos desfilasen por ellas. Notaba millones de agujas que iban pinchando mis manos, mis antebrazos, como si estuviesen dormidos. Me puse más nervioso todavía, y no hacía más que empeorar la situación. El pánico estaba empezando a vencer la batalla. El miedo y la desesperación habían conseguido amedrentarme, y ya apenas podía pensar con claridad. Mareos. Veía como las columnas se acercaban y alejaban. Las paredes empezaban a mostrar bultos y depresiones. Intenté ponerme en pie, pero mis piernas juzgaron aquella empresa por imposible y caí de nuevo al suelo. El solo pensamiento de que aquel cadavérico señor pudiese vengarse de mí en forma de espíritu me aterraba. Comencé a ver su efigie por todo mi alrededor, en una vorágine de locura. Sacudí la cabeza violentamente, tratando de serenarme, pues siempre fui un hombre de razón y sabía que los fantasmas eran invento del hombre, y que aparecían en las novelas para deleitar a los lectores.
- "Todo lo que temo es producto de mi imaginación, nada más. Aquel hombre está muerto, y no efectuará ningún movimiento, ya sea en cuerpo o alma. Solo debo serenarme y pensar de forma lógica. En cuanto consiga calmarme un poco, retiraré el cuerpo, y trataré de buscar la salida conduciendo. Una vez encuentre la forma de ponerme a salvo, llamaré a urgencias para que ayuden a ese pobre miserable."
No sé cuanto tiempo transcurriría puesto que usaba mi teléfono como reloj, pero juraría que por lo menos tres cuartos de hora, quizás más. Lentamente, fui a abrir la puerta del coche. Lentamente, y tratando de hacer el menor ruido posible, abrí la puerta. Sabía que no tenía nada que temer, que no iba a haber demonios en la oscuridad, podía hacer todo el ruido que deseara, pero siempre hay un "por si acaso". No creo en los fantasmas, pero "por si acaso"... Mi razón era débil ya, y temía a la locura.
Me senté en el asiento del conductor, y giré la llave. Se apagaron ligeramente las luces mientras el motor trataba de arrancar. Estaba tardando más de la cuenta. Y en cuanto dejé de hacer fuerza con la muñeca, el motor se calló, llevándose consigo mi única fuente de luz. Me eché hacia atrás, relajando mi espalda contra el respaldo. No debí arrancar el motor con las luces puestas, y menos después de llevar tanto tiempo encendidas.
A tientas, intenté abrir la guantera, donde por fortuna guardo siempre una linterna para las emergencias. Retiré la documentación, una bobina de CDs, un viejo trapo.... y por fin palpé algo que podría ser una linterna. Clic. La salvación iluminó mi rostro hasta casi cegarme. No pude verme, pero estoy seguro de que aquella fue una de mis mejores sonrisas.
Envalentonado, salí del coche. Tenía en mis manos una pequeña última fuente de luz. Esta vez no la desaprovecharía. Caminaría hacia mi libertad. Con esta pequeña victoria, comencé a caminar hacia donde recordaba que estaba la salida. Paso a paso, entre la jungla de sombras y oscuridad anduve como alma en pena, mirando temeroso cada sombra esperando ver el rostro de mi muerto. Mi linterna era mi guía, iluminando con cada paso una pequeña porción de mi prisión, y por otro lado, haciendo desaparecer allá por donde ya había pasado. Las sombras de las columnas iban moviéndose como huyendo de mí, repelidas por su némesis de la cual yo era portador. Luz.
Algo pasó rápidamente a lo lejos. Casi se me cayó la linterna. Ruidos a mi derecha. Volví a hiperventilar. ¿Qué había sido aquello? Ruidos a mi alrededor, semejantes a golpes de viento que retumban en los oídos. ¡No es posible, los hombres no caminan después de muertos! Dí un paso hacia atrás, amedrentado. Pasos, voces. No sabía que era. El pánico volvía a descuartizar mis sentidos, y obligó a mis piernas a correr hacia mi coche. Abrí el maletero, buscando algo que pudiera servirme de arma. Una rueda, una garrafa de gasolina.... La linterna volvió a tratar de escaparse de mis manos, cayendo dentro del maletero. Mi viejo bate de béisbol apareció iluminado como una joya expuesta en un museo. Lo cogí rápidamente, junto con mi linterna. Asustado, dí media vuelta y volví de nuevo al camino, dispuesto a vender cara mi vida. ¿Qué había sido aquello? ¿Tal vez fuese mi desafortunado homicidio que por algún maleficio buscara venganza? No podía ser. Volví a oír el ruido. Se estaba acercando.
- A....
Golpeé la fuente de mi terror con portentosa e impía fuerza. El bate describió un semicírculo, recorriendo todo el camino desde el frente hasta mi espalda, fuente de aquel ruido. Aquello cayó al suelo, desmoronándose como un castillo de arena, inerte, mas yo continué golpeando a aquel demonio, con una furia inhumana alimentada por mi más terrible miedo y barbarie. Cerré los ojos mientras daba más y más golpes. Levantando el palo por encima de mi cabeza lo bajaba violentamente mientras exhalaba por el esfuerzo. El tiempo comenzó a ralentizarse, era como si aquella dantesca escena hubiese sido rodada a cámara lenta. Lágrimas saltaban de mis ojos. Miedo, ira, duda. Otro impacto. Mis latidos iban más y más despacio. Mis manos notaban la aspereza del arma, arañando ligeramente mis manos, y con cada golpe, transmitían el dolor a mis dedos. Podía notar el crujir y astillar de los huesos de mi víctima con cada golpe. Notaba como se iban desgastando hasta finalmente ceder, y rompiéndose en un millar de astillas sucumbían ante mi victoria. Me había convertido en una bestia, y no me detuve en mi afán de golpes hasta que no me hube agotado.
Al rato, abrí los ojos para descubrir que aquello que yacía ante mis pies vencido, no era ningún monstruo o demonio. Mi mente estaba recordando. Una voz. Había golpeado una voz que me decía "alto", pero mi enajenada mente no había sido capaz de procesar tan simple vocablo. Había estado oyendo pasos y voces, estas últimas distorsionadas como por una radio. Aquello que había matado, no era mi ya muerto compañero, sino que era un pobre y desgraciado vigilante de seguridad, que alertado por mis ruidos y luz, había acudido con cautela a mi encuentro. ¡Diablo! ¡Con tu ausencia de aviso y mi endeble cordura has hecho de mí tu asesino! Miré al cuerpo carente de vida. Sus ojos se clavaban en mi linterna, como buscando una última explicación para su última pregunta: ¿Por qué?. La sangre invadía su desfigurado rostro, empapando también su uniforme. Su cráneo y esternón estaban hundidos y le arrancaban la poca apariencia humana que aún le quedaba. Dejé caer el arma criminal, y me dejé caer sobre mis rodillas, ahogado por mi angustiado llanto mientras los truenos y relámpagos reían mi desgracia.
Reuní valor y fuerzas, y decidí arrastrar a aquella víctima hacia mi coche. Lo guardaría en el maletero de mi coche, y decidiría más tarde qué hacer. Veinte interminables metros recorrí estirando de las piernas del cuerpo hasta llegar a mi coche. Cada paso retumbaba en aquel lugar, y los ecos me devolvían culpabilidad y condena, añadiéndose a mi recuento de delitos. Abrí el maletero, e introduje el cadáver junto con el arma que le hubo quitado la vida. Lo cerré causando un gran estruendo, y caminé hacia la puerta de mi vehículo. Mientras lo hacía, y tras no ver aquello que debería de haber visto, me puse tan blanco que cualquiera hubiese pensado que yo mismo había muerto. Tal fue mi espanto cuando descubrí que el cuerpo del mendigo no se encontraba ya bajo las ruedas del coche. Fue el único grito que rompió el Vals de la tormenta aquella noche. Apoyándome sobre el coche, y tropezando con mis propios pies, a duras penas conseguí llegar hasta sentarme en un asiento antes de desmayarme.
Desperté con la apertura del centro comercial, y de forma automatizada, arranqué el motor del coche, que esta vez sí arrancó. Lentamente, y con la mirada perdida, salí del Parking como si nada hubiese pasado. El cielo aún estaba nublado y llovía. No podría jurar que la tormenta hubiese acabado, pues en aquellos momentos no miraba al cielo ni oí trueno alguno. No sentía nada, no pensaba en nada. Era como si mi alma y raciocinio hubiesen quedado en aquel maldito lugar. Continué conduciendo por la ciudad, hasta que las montañas y prados fueron mi paisaje.
Llegué a un abandonado camino donde detuve el coche, y tiré el cadáver en una cuneta. Fue entonces, cuando mi mente volvió a funcionar. Noté por primera vez las gotas de lluvia golpear mis mejillas, y mis ojos se maravillaban ante un relámpago. Comencé a notar frío, a notar mis ropas mojadas. Los pensamientos empezaban a rebosar mi cerebro como una presa con demasiada agua. El mendigo no había muerto, eso estaba claro, y solo debía de estar malherido. Tras reunir las fuerzas suficientes, se habría arrastrado hasta salir de allí, y se había marchado. Mi mente y mi razón habían sido destruidas sin razón alguna, y mi cuerpo, que ya era capaz de gobernarlo, había condenado mi alma con aquel asesinato inútil. Nada. No había una sola razón que pudiese explicar mis actos. No después de descubrir que aquel pordiosero estaba vivo.
Han pasado dos meses desde aquel fatídico incidente, y a pesar de que he conseguido dormir por puro agotamiento, apenas he descansado. No he recibido noticias de la policía, ni de ninguna otra persona, por lo que he de suponer que o bien desconocen mi identidad, o que no han encontrado el cuerpo yaciendo en la cuneta. Sobre el mendigo, ignoro su suerte, pero intuyo que tampoco ha acudido a las autoridades. Sin embargo, mi encarcelamiento es el causado por mi propia culpa y arrepentimiento, y no necesito denuncia alguna. Mis propios pensamientos me torturarán royendo mi mente, y los muertos aparecerán en mis sueños, pues eso vienen haciendo desde entonces. ¿Qué haré? Ni siquiera sé si algún día confesaré mi terrible crimen, pero al menos estas toscas palabras escritas espero que puedan ayudarme a soportar mi penitencia.
Que dios se apiade de mi alma.