Me prometí a mí mismo que jamás contaría lo sucedido durante aquella noche. Sin embargo, no he podido evitar al menos escribirlo, pues no se me ocurre otra forma de aliviar mi alma sin quebrar mi palabra. Todos hemos cometido un error del cual nos arrepentimos, y ante la pregunta de si pudieses cambiar una sola cosa en toda tu vida, ¿qué cambiarías? yo respondo que esta historia es lo único que yo cambiaría de la mía. De nada más me arrepiento. Tal vez consiga perdonarme a mí mismo algún día, pero si en verdad existe algún dios todopoderoso ahí arriba, bien sabe que jamás me libraré de la eterna condena. Me acompañará este tormento llamado culpa durante la mayor parte de mi vida, y durante toda mi muerte.
Tras leer lo que me dispongo a narrar, puede que pienses que he perdido la razón o que todo es producto de mi imaginación, pero puedo asegurar que todo es verídico, y que si he alterado algún detalle ha sido de forma inintencionada.
Si el mundo debiera acabar con una tormenta, bien podría ser comparable a la de aquella noche. Relámpagos que rasgaban el negro manto de la noche con furia. Colmillos de luz blanquecina y púrpura que se clavaban sobre la oscuridad, rasgándola con dolor mientras su cómplice, el trueno, ensordecía a la impasible Luna. Tal era el escenario, que aún desde el Parking donde ocurrió mi desdicha, podía oírse el repiqueteo de la lluvia golpear contra el techo.
El centro comercial donde acostumbraba a realizar mis compras estaba a punto de cerrar, por lo que me dirigía con presteza hacia mi coche. No oí ningún ruido mas allá del espectáculo atmosférico, y no quedaban mas que tres o cuatro coches en aquel triste Parking. Algunas luces se habían apagado ya, invitando a los rezagados clientes a marcharse. Cualquier otra noche me hubiese parecido algo normal, pero no ese día. El juego de luces y sombras de aquel solitario lugar, obligaban a imaginar las más tenebrosas de las visiones.
Mis pasos resonaban en aquella escena como en una profunda caverna, confundiéndose con el leve murmullo de la tormenta. Daba la impresión de que algo innombrable estaría al final de aquella gruta, esperando a aquellos incautos que se adentraran a resguardarse del frío y el agua. Por fin, en el más lúgubre de los rincones descansaba mi viejo vehículo. Negro y desconchado, el viejo coche de mi difunto padre aguardaba pacientemente mi regreso. Tras guardar mis escasas compras y meterme en su interior, arranqué el motor, provocando que el coche diese un violento golpe hacia adelante: había dejado la primera marcha puesta y el coche había salido disparado hacia adelante, golpeando contra pared. Quité el contacto, y me acerqué a comprobar si había algún desperfecto.
Cual fue mi terrible sorpresa, cuando vi una inesperada sombra que yacía bajo mi coche. Aguanté la respiración durante unos breves instantes, expectante sobre la procedencia de aquella oscuridad. Temí haber aplastado un gato que durmiese en aquel sombrío aparcamiento, pero lo que allí había, no era otra cosa que un hombre.
Como un un árbol derribado reposaba aquel cuerpo sobre el frío y desgastado suelo verdecino. Cualquiera que hubiese estado allí, impresionado como yo lo estaba, hubiese gritado horrorizado ante semejante espectáculo. Yo, sin embargo, permanecí quieto observando, petrificado por el miedo. Aquel hombre no realizaba movimiento alguno, como un muñeco de trapo con increíble apariencia humana. Me temí lo peor.
Me fijé en sus ropas, harapientas y sucias, que abrigaban a un hombre delgado y viejo. Las manos, estaban tensas, como si hubiesen intentado apretar un objeto invisible, tratando de soportar mejor el dolor. Su rostro, pintado de sangre, tenía una desaliñada barba blancuzca manchada con algunas motas marrones en bigote y perilla que se resistían a las canas. Por su malsana apariencia, me hubiese atrevido a aventurar que era un pobre desdichado que vivía en las calles, un buscador de limosna. Era una mala noche para dormir a la intemperie, y por fortuna habría conseguido entrar en el Parking para pernoctar.
- ¡Oiga! - grité. Mas aunque esperé algunos instantes en busca de respuesta, solo obtuve silencio.
- ¡Oiga! - repetí más fuerte todavía - ¿Se encuentra usted bien?
Ningún sonido o ruido respondió a mi pregunta. Solo sangre y babas que emergían lentamente de su desdentada boca como una tapa de alcantarilla inundada. Me acuclillé acercándome a su rostro, y por fin pude oír algún murmullo: ligeros jadeos y una respiración entrecortada. Estaba vivo. Me incorporé de un salto, y por puro instinto, me metí de nuevo en mi coche, aterrado. Debía socorrer a aquel hombre, y lo hubiese hecho si en aquellos momentos hubiese sido dueño de mis actos, pero el miedo nublaba mi mente, dictándome que debía huir de aquel Parking maldito. Mis manos temblaban tratando de buscar la llave que arrancara el arma homicida, pues sabían que su deber era el de auxiliar a aquel desgraciado hombre. Estaba sudando, y mi mente trataba de gobernar a su propio cuerpo para que no huyese. De repente, las luces del Parking comenzaron a apagarse una a una hasta llegar a la completa oscuridad, la más pura y abominable oscuridad.
Jadeos. Lo único que podía percibir era mi agitada respiración, que ahora era tan violenta que incluso podía notar como el aire rasgaba mis pulmones. Cada aspiración inundaba mi pecho milímetro a milímetro, llenándolo de frío oxígeno. Diminutas partículas de polvo y suciedad, mezclada con los residuos propios de los automóviles se iban depositando en mis fosas nasales. Y cuán irónico es el cuerpo humano, que ante esta situación, mi mente se serenaba y volvía a gobernar a mis cobardes manos. Por fin pude hacer lo correcto, y corté los hilos de la desesperación que enmarañaban mis actos. Encendí la luz interior del coche en busca de mi teléfono móvil. Mientras buscaba con aquella tenue luz por testigo, el arrepentimiento y la culpa emergían a la superficie. En ningún momento hube tenido intención de huir, me dije, pues no era yo mismo. Nunca antes me había enfrentado a un hombre en tan lamentable estado, y menos en aquella situación tan tenebrosa. Ahora que soy propietario de mí mismo, podré llamar a la ambulancia que socorra a aquel pobre hombre, y que nos saque de aquí, solo debía llamar al ciento doce. Uno... mis dedos temblaban.... uno.... tres. Mis manos no respondían, y erraban su misión de marcar los números correctos. Borrar... uno... uno... dos ¡Ya está llamando! Por fin nos libraremos de este palacio de terror. Pero no llegó a sonar el segundo tono cuando colgué. ¿Qué iba a contarles? ¿Que me encontraba en un centro comercial cerrado con un hombre moribundo bajo mis ruedas? Aquel hombre estaba medio muerto ya, y seguro que no podrían hacer nada por él. ¿O sí? ¡Maldito y miserable miedo! No me dejaba actuar como un ser humano respetable. Volví a marcar. Uno.... uno... dos. Primer tono.... segundo tono..... nada.... no dio un tercer tono. Sorprendido, miré la pantalla de mi teléfono: estaba apagada. Entonces, no se si comencé a reír o a llorar, pues adiviné que no tenía batería. Me maldije a mí mismo mil veces. ¡Estamos aquí por tu culpa! Me he quedado encerrado en el Parking, a oscuras, y con un hombre a punto de morir bajo los neumáticos de mi vehículo gracias a mi propia dejadez y pereza.
Miré a mi alrededor, y solamente podía alcanzar a ver unos pocos metros del exterior del coche. Las entonces majestuosas columnas proyectaban su sombra alargada hacia la oscuridad, agarrándose al suelo en un vano intento por permanecer en zona segura. Más allá de la luz, nada sabía.
La lluvia comenzó a golpear más fuerte.
Encendí los faros del turismo, y me bajé a ver a mi víctima y verdugo. Ya ni siquiera respiraba. Había matado a aquel pobre hombre. Me sentía sucio, avergonzado. ¿Qué había hecho? ¡Maldita sea yo, y mi cobardía! Nunca pensé que podría sufrir tanto miedo como sentía gracias a mi propia ausencia de valentía. Sentía como un grave tumor en la garganta que me producía arcadas. Mi pecho, estaba siendo martilleado por el terrible corazón, pues cada latido era como el martillo de un terrible juez que impone severas condenas, recordándome la muerte del indigente. Me senté a su lado, en un vano intento de que mi tardío sentido del honor venciese sobre mi probada falta de agallas. Crucé las piernas, y apoyé mis codos sobre ellas. Mi rostro, descansaba sobre mis manos. ¿Cómo voy a salir de esta? Repasé todo lo ocurrido en aquella funesta noche mentalmente, tratando de descubrir el porqué. ¿Porqué tuvo que sucederme esto justo a mí? Hay tantas y tantas personas en este mundo, y los hados del destino me señalaron con el dedo. Me sentía como cayendo en un pozo, poco a poco. Todo dándome vueltas, viendo como el borde se iba alejando más y más de mí. Veía el cielo nublado y pálido alejarse. Cayendo, notando como una suave brisa del aire que dejaba escapar rozaba mis cabellos, llevándose la salvación y esperanza más y más lejos. Levanté la vista, y volví mi cabeza hacia el cadáver. ¿Qué voy a hacer? Ya no sabía que pensar. Por un lado, era la fuente de mi terror, y por otra, mi fiel compañero ante aquella broma tan pesada.
Comencé a hiperventilar. Lo poco que podía ver del Parking comenzaba a distorsionarse por mi exceso de oxígeno. Hormigueos en la puntas de los dedos, como si millones de insectos desfilasen por ellas. Notaba millones de agujas que iban pinchando mis manos, mis antebrazos, como si estuviesen dormidos. Me puse más nervioso todavía, y no hacía más que empeorar la situación. El pánico estaba empezando a vencer la batalla. El miedo y la desesperación habían conseguido amedrentarme, y ya apenas podía pensar con claridad. Mareos. Veía como las columnas se acercaban y alejaban. Las paredes empezaban a mostrar bultos y depresiones. Intenté ponerme en pie, pero mis piernas juzgaron aquella empresa por imposible y caí de nuevo al suelo. El solo pensamiento de que aquel cadavérico señor pudiese vengarse de mí en forma de espíritu me aterraba. Comencé a ver su efigie por todo mi alrededor, en una vorágine de locura. Sacudí la cabeza violentamente, tratando de serenarme, pues siempre fui un hombre de razón y sabía que los fantasmas eran invento del hombre, y que aparecían en las novelas para deleitar a los lectores.
- "Todo lo que temo es producto de mi imaginación, nada más. Aquel hombre está muerto, y no efectuará ningún movimiento, ya sea en cuerpo o alma. Solo debo serenarme y pensar de forma lógica. En cuanto consiga calmarme un poco, retiraré el cuerpo, y trataré de buscar la salida conduciendo. Una vez encuentre la forma de ponerme a salvo, llamaré a urgencias para que ayuden a ese pobre miserable."
No sé cuanto tiempo transcurriría puesto que usaba mi teléfono como reloj, pero juraría que por lo menos tres cuartos de hora, quizás más. Lentamente, fui a abrir la puerta del coche. Lentamente, y tratando de hacer el menor ruido posible, abrí la puerta. Sabía que no tenía nada que temer, que no iba a haber demonios en la oscuridad, podía hacer todo el ruido que deseara, pero siempre hay un "por si acaso". No creo en los fantasmas, pero "por si acaso"... Mi razón era débil ya, y temía a la locura.
Me senté en el asiento del conductor, y giré la llave. Se apagaron ligeramente las luces mientras el motor trataba de arrancar. Estaba tardando más de la cuenta. Y en cuanto dejé de hacer fuerza con la muñeca, el motor se calló, llevándose consigo mi única fuente de luz. Me eché hacia atrás, relajando mi espalda contra el respaldo. No debí arrancar el motor con las luces puestas, y menos después de llevar tanto tiempo encendidas.
A tientas, intenté abrir la guantera, donde por fortuna guardo siempre una linterna para las emergencias. Retiré la documentación, una bobina de CDs, un viejo trapo.... y por fin palpé algo que podría ser una linterna. Clic. La salvación iluminó mi rostro hasta casi cegarme. No pude verme, pero estoy seguro de que aquella fue una de mis mejores sonrisas.
Envalentonado, salí del coche. Tenía en mis manos una pequeña última fuente de luz. Esta vez no la desaprovecharía. Caminaría hacia mi libertad. Con esta pequeña victoria, comencé a caminar hacia donde recordaba que estaba la salida. Paso a paso, entre la jungla de sombras y oscuridad anduve como alma en pena, mirando temeroso cada sombra esperando ver el rostro de mi muerto. Mi linterna era mi guía, iluminando con cada paso una pequeña porción de mi prisión, y por otro lado, haciendo desaparecer allá por donde ya había pasado. Las sombras de las columnas iban moviéndose como huyendo de mí, repelidas por su némesis de la cual yo era portador. Luz.
Algo pasó rápidamente a lo lejos. Casi se me cayó la linterna. Ruidos a mi derecha. Volví a hiperventilar. ¿Qué había sido aquello? Ruidos a mi alrededor, semejantes a golpes de viento que retumban en los oídos. ¡No es posible, los hombres no caminan después de muertos! Dí un paso hacia atrás, amedrentado. Pasos, voces. No sabía que era. El pánico volvía a descuartizar mis sentidos, y obligó a mis piernas a correr hacia mi coche. Abrí el maletero, buscando algo que pudiera servirme de arma. Una rueda, una garrafa de gasolina.... La linterna volvió a tratar de escaparse de mis manos, cayendo dentro del maletero. Mi viejo bate de béisbol apareció iluminado como una joya expuesta en un museo. Lo cogí rápidamente, junto con mi linterna. Asustado, dí media vuelta y volví de nuevo al camino, dispuesto a vender cara mi vida. ¿Qué había sido aquello? ¿Tal vez fuese mi desafortunado homicidio que por algún maleficio buscara venganza? No podía ser. Volví a oír el ruido. Se estaba acercando.
- A....
Golpeé la fuente de mi terror con portentosa e impía fuerza. El bate describió un semicírculo, recorriendo todo el camino desde el frente hasta mi espalda, fuente de aquel ruido. Aquello cayó al suelo, desmoronándose como un castillo de arena, inerte, mas yo continué golpeando a aquel demonio, con una furia inhumana alimentada por mi más terrible miedo y barbarie. Cerré los ojos mientras daba más y más golpes. Levantando el palo por encima de mi cabeza lo bajaba violentamente mientras exhalaba por el esfuerzo. El tiempo comenzó a ralentizarse, era como si aquella dantesca escena hubiese sido rodada a cámara lenta. Lágrimas saltaban de mis ojos. Miedo, ira, duda. Otro impacto. Mis latidos iban más y más despacio. Mis manos notaban la aspereza del arma, arañando ligeramente mis manos, y con cada golpe, transmitían el dolor a mis dedos. Podía notar el crujir y astillar de los huesos de mi víctima con cada golpe. Notaba como se iban desgastando hasta finalmente ceder, y rompiéndose en un millar de astillas sucumbían ante mi victoria. Me había convertido en una bestia, y no me detuve en mi afán de golpes hasta que no me hube agotado.
Al rato, abrí los ojos para descubrir que aquello que yacía ante mis pies vencido, no era ningún monstruo o demonio. Mi mente estaba recordando. Una voz. Había golpeado una voz que me decía "alto", pero mi enajenada mente no había sido capaz de procesar tan simple vocablo. Había estado oyendo pasos y voces, estas últimas distorsionadas como por una radio. Aquello que había matado, no era mi ya muerto compañero, sino que era un pobre y desgraciado vigilante de seguridad, que alertado por mis ruidos y luz, había acudido con cautela a mi encuentro. ¡Diablo! ¡Con tu ausencia de aviso y mi endeble cordura has hecho de mí tu asesino! Miré al cuerpo carente de vida. Sus ojos se clavaban en mi linterna, como buscando una última explicación para su última pregunta: ¿Por qué?. La sangre invadía su desfigurado rostro, empapando también su uniforme. Su cráneo y esternón estaban hundidos y le arrancaban la poca apariencia humana que aún le quedaba. Dejé caer el arma criminal, y me dejé caer sobre mis rodillas, ahogado por mi angustiado llanto mientras los truenos y relámpagos reían mi desgracia.
Reuní valor y fuerzas, y decidí arrastrar a aquella víctima hacia mi coche. Lo guardaría en el maletero de mi coche, y decidiría más tarde qué hacer. Veinte interminables metros recorrí estirando de las piernas del cuerpo hasta llegar a mi coche. Cada paso retumbaba en aquel lugar, y los ecos me devolvían culpabilidad y condena, añadiéndose a mi recuento de delitos. Abrí el maletero, e introduje el cadáver junto con el arma que le hubo quitado la vida. Lo cerré causando un gran estruendo, y caminé hacia la puerta de mi vehículo. Mientras lo hacía, y tras no ver aquello que debería de haber visto, me puse tan blanco que cualquiera hubiese pensado que yo mismo había muerto. Tal fue mi espanto cuando descubrí que el cuerpo del mendigo no se encontraba ya bajo las ruedas del coche. Fue el único grito que rompió el Vals de la tormenta aquella noche. Apoyándome sobre el coche, y tropezando con mis propios pies, a duras penas conseguí llegar hasta sentarme en un asiento antes de desmayarme.
Desperté con la apertura del centro comercial, y de forma automatizada, arranqué el motor del coche, que esta vez sí arrancó. Lentamente, y con la mirada perdida, salí del Parking como si nada hubiese pasado. El cielo aún estaba nublado y llovía. No podría jurar que la tormenta hubiese acabado, pues en aquellos momentos no miraba al cielo ni oí trueno alguno. No sentía nada, no pensaba en nada. Era como si mi alma y raciocinio hubiesen quedado en aquel maldito lugar. Continué conduciendo por la ciudad, hasta que las montañas y prados fueron mi paisaje.
Llegué a un abandonado camino donde detuve el coche, y tiré el cadáver en una cuneta. Fue entonces, cuando mi mente volvió a funcionar. Noté por primera vez las gotas de lluvia golpear mis mejillas, y mis ojos se maravillaban ante un relámpago. Comencé a notar frío, a notar mis ropas mojadas. Los pensamientos empezaban a rebosar mi cerebro como una presa con demasiada agua. El mendigo no había muerto, eso estaba claro, y solo debía de estar malherido. Tras reunir las fuerzas suficientes, se habría arrastrado hasta salir de allí, y se había marchado. Mi mente y mi razón habían sido destruidas sin razón alguna, y mi cuerpo, que ya era capaz de gobernarlo, había condenado mi alma con aquel asesinato inútil. Nada. No había una sola razón que pudiese explicar mis actos. No después de descubrir que aquel pordiosero estaba vivo.
Han pasado dos meses desde aquel fatídico incidente, y a pesar de que he conseguido dormir por puro agotamiento, apenas he descansado. No he recibido noticias de la policía, ni de ninguna otra persona, por lo que he de suponer que o bien desconocen mi identidad, o que no han encontrado el cuerpo yaciendo en la cuneta. Sobre el mendigo, ignoro su suerte, pero intuyo que tampoco ha acudido a las autoridades. Sin embargo, mi encarcelamiento es el causado por mi propia culpa y arrepentimiento, y no necesito denuncia alguna. Mis propios pensamientos me torturarán royendo mi mente, y los muertos aparecerán en mis sueños, pues eso vienen haciendo desde entonces. ¿Qué haré? Ni siquiera sé si algún día confesaré mi terrible crimen, pero al menos estas toscas palabras escritas espero que puedan ayudarme a soportar mi penitencia.
Que dios se apiade de mi alma.
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