sábado, 6 de noviembre de 2010

La diáspora

El mundo tocó a su fín, y yo lo ví todo aquella noche.
Terminaron temprano las celebraciones aquella noche de miércoles, pues recuerdo que el reloj indicaba que pronto serían las cuatro de la madrugada de año nuevo. Mis piernas, doloridas y con sensación de sequedad, temblaban ligeramente por el vaivén que les inducía la ginebra. Mi mente, aunque apenas contenía algún pensamiento se mantenía inusualmente clara para mi ligera embriaguez. Y fue entre el cansancio y la falta de sentido del peligro, que mi corazón me obligó a improvisar un nuevo camino a casa.
Abandonando el camino, y atravesando la maleza, fue mi ruta. La luna, no del todo llena, permitía que mis rojos ojos de humo pudiesen ver dónde descansaran mis adormilados pies tras cada zancada.
Y tras la cuarta o quinta encina, no consigo recordar con exactitud, apareció en lo más alto de la colina un triste espejo de pie. El gris césped rodeaba sus oxidadas ruedas, y parecía haber estado allí desde siempre. Bordes de latón, abrazaban al vidrio que regalaba su reflejo a todo aquel que se atreviese a mirarlo. Yo me atreví, y ví a un hombre cansado, camisa descolocada, con pelo despeinado y brillante por la ya ausente gomina. Me fijé en mi ojo izquierdo: el iris, que marrón siempre había sido, se tornó gris, mientras que mi pupila, que ya no era pupila, resultó ser una ventana redonda. Mostraba al planeta Tierra, visto desde el espacio, redondo, nostálgico y azul.
Aparté la vista de aquel embrujo, con intención de alejarme de aquel terrible lugar. Pero ya no estaba en una colina a la luz de la luna. Ahora era pasajero de una formidable nave espacial. Mi estómago ya no parecía mío, de la misma forma en que él no parecía pertenecer a la fuerza de la gravedad.
Miré mis manos, para asegurarme de que era yo mismo, y que no estaba viviendo el sueño de otra persona. Pero no tuve tiempo, puesto que mis ojos olvidaron su tarea y se distrajeron con un magnífico y portentoso ventanal, tan grande como la más grande de las vidrieras de una catedral. Y podia volver a ver mi planeta, y mi luna, y mis estrellas. Todo parecía moverse, girar en el sentido de las agujas del reloj, aunque realmente, era yo el que estaba girando. Era como bucear por una piscina inmensa, respirando, y viendolo todo con claridad. Vi otras naves, tan grandes como paises. Y supe que allí estaba toda la humanidad. Y yo, yo también estaba con ellos y sabía que era aquí donde debía de estar.
Mientras cavilaba entre estos pensamientos, flotaba y me desplazaba por la sala del enorme ventanal, como si estuviera nadando por el espacio exterior.
Luz. Rojos, amarillos y naranjas invadieron las estrellas, y con un sonido ausente, la Tierra estalló en incontables pedazos de roca inerte.
Silencio. Ni un solo sonido estropeaba aquella sensación de sobriedad. Ni un solo pensamiento de miedo. Solamente tristeza y nostalgia. Comprendí que eso sería lo que iba a suceder algún día, y lo acepté como quien acepta que la madurez sigue a la juventud. El mundo había llegado a su fín, y la humanidad volvería a empezar.
Abrí los ojos, y el sol me dañaba la vista. El espejo continuaba allí, aunque ya no parecía triste, sino muerto. Y fue entonces, cerca del mediodía de ese miércoles, cuando supe cómo iba a acabar el mundo.

2 comentarios:

  1. Fascinante relato, al leerlo siente uno un cosquilleo por la espalda. Sigue escribiendo!!

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  2. Buen comienzo!!! :D espero q sigas adelante, tendrás ojillos que lean tus relatos.

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