sábado, 7 de julio de 2012

Dos pobres diablos


Siento la necesidad de hablarte. De contarte todo lo que me está sucediendo. De expresar lo que he descubierto.
Necesito que me escuches, aunque sea con tus ojos al leer mis palabras. Porque hay algo aquí dentro que me oprime. Como si hubiese aguantado la respiración durante demasiado tiempo. Convulsiones que hacen que se escapen bocanadas de aire que reparten emociones.

Pero no quiero que te asustes. No quiero que huyas ni que me mires con desconfianza. Porque sé que las cosas importantes hacen huir hasta al más valiente de los campeones. Y no, no voy a decirte algo tan miserable como un te quiero o un siempre me has gustado. Esto va más allá de lo mundano que es el amor. Se escapa a la superficialidad de esa sobrevalorada emoción. Déjame que te lo explique con tanto detalle como el castellano me lo permita.

Sabes bien como te conocí. Te ví sentada en la acera, ajena al mundo. Yo caminaba hacia algún lugar que poco importa. Tú mirabas al suelo cabizbaja. Yo intentaba verte a través de una calle inundada de gente. Personas atareadas que para mí eran grises. Solo tú estabas iluminada y aparecías en color. Ver el caminar ralentizado de los peatones mientras que tú y yo continuábamos bailando al son de los segundos de toda la vida.

Y a pesar de que mis ojos eran capaces de percibirte en todas tus formas y colores, no era capaz de verte. No como te veo ahora. No como me has hecho ver a la gente. Solo sabía que te mecías hacia adelante y hacia atrás, como intentando olvidar algo con urgencia.

No sé porqué me acerqué. Nunca antes lo he hecho. Bueno sí, alguna vez he dado alguna moneda a algún músico o artista callejero. Incluso he dado comida a algunas personas. Pero nunca he dado dinero sin más. No porque no lo tenga, sino porque siempre me ha parecido inmoral. La limosna siempre me ha parecido una perversión para hombre. Dadle algo a aquel que se esfuerza pintando un cuadro, recitando poesía o cantando. Dádselo a aquel que se esfuerza por salir de la pobreza por muy mal que estén las cosas. Me da igual que su violín tenga una cuerda rota o que desafine al cantar. Sabré que lo intentas, y te premiaré por ello. Pero no daré dinero porque sí. No puedo dar a aquel que no veo que lucha.

Y sin embargo allí estabas tú. Pidiendo dinero como una canalla. Con un infame cartel a tu lado intentando dar pena. Ni siquiera tenías la decencia de ganarte las monedas mendigándolas con tu propia voz. No, tu estabas allí sentadita, mirando al suelo y esperando a que las monedas cayesen del cielo, murmurando un gracias de vez en cuando. Y no es que odie a ese tipo de personas por perezosas o vagas. Es que que odio es a la gente que se rinde.

Supongo que recordarás lo que hice, ya que si no, no estarías leyendo estas palabras. Crucé la calzada cuando el semáforo gritaba verde, y me puse a tu lado. Y como si fuese lo más normal del mundo abrí la boca, permitiendo la fuga de tan cotidianas palabras:

- Hola, ¿qué tal?

Olvidaste que estabas meciendo tu cuerpo, y me miraste por primera vez. Tus ojos me decían que no comprendías o no querías entender. Se supone que la gente no debe de hablarte, sino que debe darte dinero y olvidarte.

- Hola... ¿te encuentras bien? - repetí inseguro.
- Sí... ¿te conozco?

Aquella fue la primera vez que escuché tu voz. Entonces me pareció la más lógica de las respuestas a pesar de ser una pregunta. Pero recordándolo todo ahora me parece tan irónico, tan representativo de esto que intento decirte.

- No. Creo que no. Quizás me hayas visto pasar por aquí, paso todos los días para coger el metro.
- Ah... no sé, hay tanta gente... Oye, ¿no tendrás por ahí alguna moneda suelta? Por el amor de dios, tengo hambre, necesito comer...

Estuve a punto de marcharme. Reconozco que llegué a sentir hasta repulsión. Ahora sé que intentabas ganarte la vida como buenamente podías a pesar de que no esté de acuerdo con el medio que elegiste. Porque me sentí insultantemente rechazado. No sé el porqué, pero yo intentaba conocerte y tú me estabas pidiendo dinero. Sabía perfectamente que hacías allí sentada en la acera con aquel cartel, y aun así me disgusté cuando me dijiste aquellas palabras. Aun así me serené y continué diciendo:

- Mira, no acostumbro a dar dinero a quien yo creo que no se lo merece. Si quieres que te dé algo, vas a tener que darme una buena razón para que te lo dé.
- Pero... llevo tres días sin comer, no tengo casa...
- No quiero saber porqué necesitas el dinero. Quiero que te lo ganes.
- ¿Y en qué estás pensando? Oye, yo no soy de ese tipo de...
- No me refiero a nada indecente. Quiero que convenzas. Podrías por ejemplo, contarme quién eres, como has acabado así.
- ¿Que quién soy?
- Sí.
- Bueno, me llamo Lucía. Tengo 27 años, y llevo un año y medio viviendo en la calle.
- Ahá. ¿y qué sucedió? ¿cómo acabaste aquí?
- Pues... verá señor, si no quiere darme dinero no hace falta que me lo dé. Yo solo pido algunos céntimos, calderilla que tenga en los bolsillos...

Otra vez conseguiste enfadarme. Y no sé que hizo que me quedara, pero cogí aire y me tragué la ira.

- Te daré un billete de diez si me cuentas quién eres. Dime algo que merezca esa cantidad de dinero.
- Está bien. Pero tardaré un rato.
- Vamos a sentarnos a ese banco.

Y me contaste acerca de cómo te fuiste de casa de tus padres. De como aquella discusión os había separado. De cómo juzgaste aquella familia de irreconciliable. De cómo decidiste no verles nunca más. De que preferiste la calle a convivir con aquella gente. Me explicaste que las cosas no fueron fáciles. De que no conseguías trabajo, y de que apenas pudiste vivir un par de semanas dignamente con el poco dinero que tenías ahorrado. No quisiste contarme qué es lo que dijeron, y lo respeté.

Yo no podía entender qué podría ser. ¿Había algo capaz de crear tanto odio? Porque me aseguraste que no fue nada denunciable. Me dijiste que fue por orgullo. Buscabas que te pidiesen perdón, pero no lo hicieron. La razón por la que te marchaste no fueron tus padres, fue tu propio orgullo. No comprendo como algo así pudiera hacer que abandonases tu forma de vida y acabases de forma tan miserable. La lógica me dice que algo así no debería de ser suficiente motivo. ¿Abandonar a tu familia y acabar así por orgullo? Además, me dijiste que podrías volver a casa con solo llamarles. Pero no querías. No lo comprendía.

- No todo en este mundo tiene lógica, ¿sabes? - me dijo sin mirarme a la cara
- ¿Cómo que no?
- Hay cosas que no la tiene, no, cosas que solamente se pueden explicar con emociones. Mi enfado, mi orgullo...
- Pero... piénsalo serenamente. Por algo así.. donde solo tendrías que decir un "perdón" tú y podrías recuperar a tu familia, tu casa. Es algo que se te pasará en cuanto lo soluciones.
- No, no y no. No lo comprendes. Sé que es ilógico, sé que no tiene ni pies ni cabeza. Sé que el motivo puede que incluso sea absurdo si lo piensas de forma fría. Pero las personas no somos máquinas ¿sabes? No podemos ponernos en on y off cuando nos apetezca.
- Lo sé. Tenemos sentimientos, tenemos emociones. Pero también tenemos la capacidad de analizar y comprender.
- No todo se puede comprender ni analizar, a veces hay que sentir.
- ¿Y? Una cosa no quita para la otra. Mira hasta donde has llegado...
- No he podido evitarlo.
- ¡Pero si podrías solucionarlo ahora mismo!
- No quiero solucionarlo. No hasta que me pidan perdón.
- ¿Y saben tus padres dónde están ahora?
- No.
- ¿Entonces? ¿Cómo te van a pedir perdón?
- ¡¡No lo sé!! ¡¡Sigo enfadada con ellos!!

Gritaste. Vi como aguantabas las lágrimas. Sabía que no querías que viese tu pena y por eso preferías parecer enfadada. Te pedí que te calmases, que no era mi intención ofenderte. Solo quería comprender, y a ser posible ayudarte. Sin embargo, tu insistías en que nunca podría comprenderte por medio de la lógica. Que no querías que te ayudase porque me decías que yo no era capaz de sentir. Porque me decías que yo no debería de analizarlo todo. Y yo te decía que es mi forma de enfrentarme al mundo.

- Pues cuando te des cuenta de que hay veces que las cosas no se pueden analizar, serás mucho más feliz.
- ¿Feliz como tú?
- Yo no soy del todo feliz, pero tampoco me considero más desgraciada que tú.

Aquello me chocó. Y como parte de una compleja maquinaria, aquellas palabras activaron mis mecanismos más internos. Porque empecé a hablar de aquellas cosas que me hacían infeliz a mí, dándome cuenta de que el que realmente tenía un problema, era yo. Me dí cuenta de la gran cantidad de preocupaciones que había tenido en mi vida por no ser capaz de introducir las emociones en las ecuaciones de mi día a día. Tantas amistades que se quedaron a medias. Tantas relaciones rotas, o que ni siquiera empezaron a florecer.

Le dí los diez euros y me marché. Me dio las gracias.

Al día siguiente volví a pasar por la misma calle, y te ví de nuevo. Me acerqué de nuevo y te saludé. Estuvimos hablando de nuevo, yo contándote sobre mis cosas, y tu sobre las suyas. Fue la primera vez que te miré a los ojos, y ví lo mucho que había allí dentro.

Pasaron los días, y luego los meses. Siempre que pasaba por allí me paraba a hablar un rato. Siempre hablábamos de lo mismo: las emociones, la lógica.

Y de repente, un día ya no estabas. No estabas con tu cartel escrito a mano sentada sobre la acera. Te busqué durante días, pero no apareciste.

Pasaron meses, y había algo en mí que había cambiado. Contaba a la gente las cosas sobre las que habíamos hablado. Comprendí mejor a las personas, llegando incluso a conectar con gente con la que hasta ahora me había llevado mal. Porque ahora les comprendía. Era capaz de mirarles a los ojos y entenderles. Conseguí conectar emocionalmente.

Y fue entonces cuando me dí cuenta de lo mucho que te echaba de menos. Porque no sé como lo hiciste, pero me hiciste cambiar. De aquella acera no se fue una mujer diferente, sino que salió un hombre cambiado. Un hombre que había conseguido comprender la otra cara su moneda. Me sentí lleno, completo. Como si ahora fuese capaz de pensar de dos formas diferentes. Sé que todavía no comprendo del todo aquello que tú llamabas inteligencia emocional, pero ahora comprendo la importancia que tiene en nuestras vidas. Ahora sé que las reglas son diferentes, y puedo jugar con ellas.

Volví a pasar por aquella calle al cabo de unos días. Y fue cuando te vi paseando. Ibas muy arreglada, caminando hacia algún sitio sonriendo. Me guiñaste un ojo, y fue por ello por lo que te reconocí. Dejaste caer una tarjeta de visita donde ponía tu email, y por eso te escribo. No te hizo falta hacer nada más. Aquel gesto me hizo saber que por fin habías hablado con tus padres y que se había solucionado todo.

Como ves, yo no fui el único pobre diablo que cambió en aquella acera.

Muchas gracias por todo Lucía. No sabes cuanto me alegro de habernos conocido.

martes, 13 de septiembre de 2011

Al hombre que miraba


Decidieron llamarle "El Pasmao". 
Se les ocurrió el segundo día que fueron a jugar cerca de la calle principal. Ya sabéis, esa calle donde están todas las tiendas de souvenirs y el parque. Imagino que recordáis a Luis, ¿no?. ¿Y a Jorge? ¿Os acordáis también de Dani? Son aquellos tres chiquillos que iban todas las tardes a pescar cerca de la tubería que da al río. Ahora ya deben de andar rondando los treinta.

Dió la casualidad que la hermana de Luis me llamó el otro día por teléfono contándome una historia sobre ellos. No sé si será verdad, pero desde luego, ella está totalmente convencida. Incluso tiene pruebas. Déjame contártela tal y como a mí me la contó ella:

Luis llegó con sus amigos a la calle principal poco antes del atardecer. Empezaba a bajar el sol y comenzaba a hacer algo más de fresco. Se agradecía la brisa marina que comenzaba a hacerse notar entre los pliegues de la ropa, refrescando el cuerpo seco por el sol. El cielo comenzaba a teñirse de naranja y las nubes, caprichosas, se vestían de morado. La gente empezaba a salir de sus casas tras una tarde en la que parecían derretirse hasta los bordillos de la acera. Era el momento en que la calle empezaba a llenarse de gente que salía a pasear, para disfrutar de los últimos rayos del sol. Pero Luis y sus amigos no tenían miedo al calor, y habían pasado la tarde entera pescando. O al menos, echaron los anzuelos al agua, porque aquella tarde los peces habían sido más listos que ellos, y no habían pescado a ninguno. Y tras esa tarde de poco éxito, pasaron por casa a dejar sus derrotadas cañas y a recoger la merienda. Era uno de los mejores momentos, llenar esos estómagos vacíos, como cuando te sientas a comer un bocadillo tras un día de caminata. Habian hecho hambre, de eso no hay duda. Y ahora tocaba salir a jugar con su merienda entre las manos. Habían quedado en ir a la calle principal esta tarde, y hacia allí salieron rápidamente, cogiendo el bocadillo casi antes de que sus madres terminaran de envolvérselo en papel de plata.

Primero llegó Dani, que estaba sentado desde hacía un rato en el banco. Luis y Jorge llegaron poco después.

- ¿A qué podemos jugar hoy? - dijo Jorge.
- A mí me da igual. Hoy hay mucha gente, es sábado. - dijo Dani.
- Yo estoy cansado. Creo que me ha dado mucho el sol esta tarde - murmuró Luis - ¿Qué tal si nos quedamos un rato aquí sentados en el banco, mientras acabamos de merendar?.
- ¡Vale! - exclamaron Jorge y Dani al unísono.

Mientras engullían sus respectivos bocadillos, miraban a la gente pasar como si fuese una televisión. Una señora con un carrito de bebé, una pareja de veinteañeros, un hombre con sus dos hijas pequeñas. Los tres amigos estaban demasiado cansados todavía como para irse a nadar, y demasiado nerviosos como para quedarse en casa. Por lo que continuaron sentados en los bancos un buen rato más. Tampoco les supuso ningún problema, ya que solo en verano pueden pasarse el día en la calle sin hacer nada más que estar en la calle.

- Mirad a ese - dijo Jorge señalando.
- ¿Qué le pasa? - preguntó Luis.
- Lleva ahí como 5 minutos parado, sin hacer nada.. - dijo Jorge, mientras masticaba un trozo de salchichón.
- ¿Y qué? Estará descansando, como nosotros. - murmuró Dani mientras se secaba un rastro de sudor que le caía por la frente.

Así pasaron el rato, hablando de la gente que veían pasar por la calle y disfrutando de su deliciosa y moribunda merienda. Y cuando por fin acabaron, se fijaron en que aquel hombre continuaba allí, inmóvil.

- ¿Es ese hombre que antes estaba descansando.?- dijo Jorge.
- ¿Sigue ahí?- preguntó Luis.
- Sí. Bah, da igual, quiero irme ya. ¿Nos vamos a dar un baño a la piscina? Tengo calor... - dijo Jorge mientras se ponía en pie. Los otros dos le siguieron sin decir ninguna palabra.

Y allí dejaron al hombre que descansaba.

A la tarde siguiente, tras la obligatoria sesión de playa y pesca, volvieron a la calle principal. Esta vez decidieron jugar a "polis y cacos" entre la multitud. Era algo que les encantaba. Perseguirse los unos a los otros entre un mar de gente. Les encantaba esconderse entre la multitud, intentando pasar desapercibidos. Era como recorrer un laberinto de personas. Y adivina a quién se encontraron: efectivamente, se encontraron a aquel hombre otra vez, que continuaba allí con la misma ropa, con la misma mirada inmutable y en la misma postura en que lo dejaron la tarde anterior.

- Mira a ese. Sigue igual que ayer. - dijo Dani.
- Si que parece que esté igual, sí. ¿A qué estará esperando? - preguntó Luis.
- Vete a saber.... ¿habrá pasado la noche aquí? - dijo Dani.
- Vamos a acercarnos, a ver que dice. - sugirió Jorge.

Se abrieron paso entre la gente, y al llegar junto a la farola, se pusieron junto a aquel hombre. Hoy había menos gente que el día anterior pero seguía costando algo de esfuerzo cruzar el río de personas.

- Oiga señor...- dijo Luis con algo de vergüenza.
- .....
- ¿Oiga? - volvió a decir Luis.

Aquel hombre no contestaba. Tenía la mirada fijada al final de la calle, aunque allí no había nada en particular. Ni un movimiento más allá de la indispensable respiración.

- ¿Hola? - continuó Luis.
- Creo que no te oye - respondió Jorge - no hace nada. Está como “pasmao.”

Dani estiró al hombre de una de las mangas, en busca de alguna reacción. Nada. El hombre no hacía ningún movimiento. Solamente se mecía al compás de los tirones de Dani. Respiraba, parpadeaba. Poco más.

- ¡Pasmao! ¿No me oyes? - gritó Luis.

Nada.

Tras varios intentos más, se declararon derrotados y continuaron jugando el resto de la tarde, apenas dándole importancia a lo sucedido. Y "El Pasmao" no se movió de su sitio. Luis se giraba de vez en cuando para mirar a aquel hombre, desconcertado. A los otros dos, parecía no importarles.

Pasaron los días, y cada tarde, allí estaba "El Pasmao". Ya quedaban todos los días directamente allí para jugar. "Vayamos a jugar donde El Pasmao" decían. Y lo utilizaban en sus juegos, poniéndole gorros de papel a modo de soldado, atándole cuerdas como si fuese un rostro pálido, olvidándose de que era un ser humano.

Una noche, Luis no podía dormir. No dejaba de pensar en aquel hombre. Un hombre que no se movía, que ni siquiera necesitaba sentarse. No comprendía que podía sucederle, ni cómo era posible que aguantase ahí. ¿Volvería a casa por las noches? Estas y otras dudas le asaltaron la mente como el agua a un pañuelo que cae en agua. Por fin, decidió que debía ir a verlo en ese mismo instante. Debía responder a tantas preguntas... y en mitad de la noche salió corriendo hacia la calle principal. Allí estaba "El Pasmao" como si siempre hubiera estado allí. Luis lo miró atónito. A pesar de que había ido expresamente a verlo, no esperaba encontrárselo. Eso le hubiese dado una explicación. El hombre iba a su casa y dormía, comía, y hacía todo lo que un ser humano necesitaba para mantenerse vivo. Pero no "El Pasmao". Él solamente necesitaba estar allí. Luis se alejó corriendo, asustado.

El resto del verano continuó normalmente, aunque Luis siempre ponía excusas para no ir a la calle principal y convenció a los demás para que dejaran de pasar por allí. El nuevo plan era ahora ir desde la pesca a la piscina directamente.

Aquel fue el último verano que Luis fue a aquel pueblo. Los padres de Luis decidieron ir a veranear a la montaña, y poco a poco Luis fue olvidándose de "El Pasmao".

Luis creció, y maduró. Terminó la carrera, comenzó a trabajar. Incluso tuvo un hijo. No fue hasta hace relativamente poco, cuando recibió una llamada. Era su amigo Dani, que por casualidad, había conocido a una chica en la universidad que resultó ser prima de Luis, y le dió su teléfono. Ambos estaban pletóricos de alegría: llevaban casi veinte años sin verse.

Empezaron a hablar de todo. De cómo les había ido la vida. Dani se había casado también, aunque no tenía hijos. Ninguno de los dos había vuelto a saber de Jorge.Recordaron los momentos de pesca, las mañanas en la playa. Recordaron la calle principal, aunque ninguno de los dos recordaba bien a aquel hombre que no hacía nada. Con aquella dosis de nostalgia que recibió Luis de golpe, nada más colgar el teléfono se puso a buscar noticias acerca del pueblo, con la esperanza de recordar los años de su infancia. Y apareció un reportaje. Y adivina sobre qué trataba: sobre "El Pasmao".

El reportaje recogía fotos de muchos años atrás, y en ellas siempre aparecía el mismo hombre. Desde la primera foto, hasta cuando Luis vio al hombre por primera vez, habían pasado unos treinta años. El artículo hablaba de que un hombre había estado hurgando los bolsillos de "El Pasmao", y la suerte quiso que justamente hubiera un policía mirando. Este se acercó, y al ver el estado de aquel hombre, llamó a una ambulancia, creyendo que el hombre sufría algún tipo de dolencia psicológica. Pero a pesar de los esfuerzos de cuatro hombres, no consiguieron moverle de allí. Era como si formase parte del mismo suelo. La ropa parecía estar endurecida, y la piel tenía un ligero tono verdoso. El policía intentó identificar a aquel hombre, pero no tenía documentación, ni nada en los bolsillos. Nada que lo identificara. Por fín, tuvieron que dejarlo allí, aunque durante varios días estuvo vigilándolo, y se dio cuenta de que no se movía ni de día ni de noche. 

Por fin, se puso a ver fotos antiguas (las que cedió a los medios), y se dió cuenta de que llevaba allí más de cincuenta años. Pero no solo eso, sino que además percibió(pese a la mala calidad de algunas de las fotos), que un tono verdoso iba apareciendo en su piel y ropa. Además, la ropa parecía cada vez más y más firme, como si se fuese endureciendo.

Luis no salía de su asombro. Todos sus recuerdos de "El Pasmao" le vinieron de golpe. El primer día que lo vieron, los juegos, la noche en la que fue a verlo... No podía creérselo. Tenía que ir a verlo. Y así lo hizo. Al día siguiente, condujo hasta aquel pueblo de veraneo, a ver a su querido enemigo "El Pasmao".

Efectivamente, allí continuaba, con idéntica mirada perdida en la lejanía. Misma ropa, aunque con un claro tono verdoso metalizado, acumulado durante los años, tal y como decía el artículo. A su alrededor, había decenas de personas admirándolo como si fuera un monumento. Le hacían fotos, comentaban entre ellos. 

Luis pensó que aquel hombre se estaba convirtiendo poco a poco en una estatua. Y como para confirmar sus sospechas, vió que había una placa que yacía a los pies de "El Pasmao".

En ella rezaba:

"Al hombre que miraba". 


jueves, 7 de julio de 2011

Se equivocaron

Siempre acaba llegando.
Un día te despiertas, miras hacia atrás y te das cuenta de que no sabes qué ha pasado con tu vida. Porque tú no has hecho nada. La vida ha elegido por tí, y te ha dado un día a día que nunca llegaste a imaginar. Aún recuerdas cuando imaginabas cómo iba a ser ese futuro que ahora es presente. Cómo buscabas una identidad, algo que dijese "esta soy yo, tal y como imaginaba cuando era niña". Seré médico, pero seguirá gustándome el heavy. Seré abogada, pero continuaré saliendo por las noches hasta que el sol aparezca por el horizonte. Seré informática, pero seguiré siendo un lobo salvaje.

Pero acabas los estudios y todo aquello que imaginabas nunca llegó a ocurrir. No es que crea que he vivido una mala vida, que no haya cumplido mis expectativas. No. Lo que sucede es que una se da cuenta de que el "yo soy" o el "eso no pega conmigo" no es algo inamovible, ni tan firme como pensabas. Mi vida ha sido como cubo lleno de arena negra y blanca, que poco a poco y sin darme cuenta, se ha vuelto gris.

Sin embargo, creo que mi vida ha sido distinta a la tuya. Hubo un evento que hizo que removiera la arena. Un detonante que hizo que el cubo estallase en mil pedazos y que hizo que la arena se la llevase el viento. El día en que murió mi madre, cuando decidí que ya era hora de irme de casa. Las paredes eran viejas ya, y la viuda de mi padre ya no iba a estar para cuidarlas. Recogí algo de ropa, la documentación y algo de comida para el viaje diciendo adiós a mi ciudad. Ni siquiera pude ver enterrar a mi pobre madre. Llamé a un taxi, y me sacó de la ciudad. Lloré todas las lágrimas que fueron necesarias durante el viaje y no permití que saliera ninguna más.

Dejé atrás mi primer trabajo y a mis amigos, pero me llevé mi vida conmigo. Era lo menos que podía hacer por ella. Fue una nueva etapa para mí, cuando por fín me di cuenta de que nada permanece. Nada es inmutable.

Llegué a mi nueva casa, donde pagaba la mitad de mi nuevo sueldo por una modesta habitación, y tras deshacer mi humilde maleta, me senté al borde de mi nueva cama. Creo que fue entonces cuando ví el primer fantasma. El primer muerto que ví era yo, y eso que todavía no había fallecido.

Los días pasaron, y poco a poco empecé a acostumbrarme. La difunta madre del kioskero que todavía intentaba atender a los clientes. El hombre que cruzaba una y otra vez aquel paso de cebra. Aquel señor de bigote blanco que saludaba a alguien que ya no estaba allí. Y lo peor eran los hospitales, cada vez más llenos de gente. Los vivos, que esperaban a ser atendidos, y los muertos, que esperaban a no se sabe qué.

La verdad es que hasta entonces no me había preguntado porqué veía lo que veía, y nunca lo supe. Lo que sí me sorprendía, era el cambio. Ni abogada, ni informática ni médica. Y además, ¡veía muertos!. Quizás eché demasiada arena negra en el cubo.

Un buen día, al salir del trabajo, ví a una señora con un carrito. Llevaba un bebé precioso, con una piel oscurísima y ojos de color turquesa. Era igual que su madre.

- Es una niña preciosa - le dije con una sonrisa.
- Lo es. Se llama Neith - me contestó la madre sonriendo.
- Parece que le gusta mucho jugar. Mira como mueve los deditos. ¡Mira como intenta coger esa mosquita!
- Sí. Además, es muy lista. Con apenas un par de meses, y ya parece querer hablar - me dijo orgullosa la señora - por eso le puse Neith, como la diosa egipcia de la caza y la sabiduría.
- ¡Vaya! Eres muy joven como para ser madre, ¿no?
- La verdad es que sí. Ni siquiera sé cómo pasó. Fue todo tán rápido...

Como ví que los ojos se le entristecían, cambié de tema. Hablamos de muchas otras cosas. Teníamos una edad parecida, y gustos similares. Y después de hablar durante toda la tarde, nos despedimos.Sin embargo, la suerte quiso que cada día, después de salir del trabajo, acabasemos encontrándonos. Nos hicimos amigas, y al cabo de un tiempo incluso compartíamos piso. Yo necesitaba una compañera de piso, y ella no se entendía con su casero.

Al cabo de un par de meses, llegó llorando a casa. Apenas podía comprender lo me decía.

- ¡Mi niña!
- Me estás asustando. ¿Qué ha pasado con Neith?
- ¡Me.. me la han quitado! - dijo entre gritos y lágrimas.
- ¿Quienes? ¿Porqué?
- ¡Dicen que no es hija mía! ¡Que se equivocaron!

Poco a poco, comenzó a desvanecerse. Siempre supe que estaba muerta. Volví a verla al día siguiente, en el parque de nuevo. Volví a conocerla y volví a preguntar por su hija. Volvimos a ser amigas y volvimos a ser compañeras de piso. Volvió otras miles de veces a casa, con el rostro maquillado de lágrimas, diciendo que le habían quitado a su hija. Siempre se repetía la misma historia, una y otra vez. He perdido la cuenta de cuantas veces he conocido a mi mejor amiga. A pesar de ello, disfruto de su compañía y se me olvida la soledad.

Nunca llegué a preguntarle por su nombre.
Quizás algún día lo haga.

lunes, 2 de mayo de 2011

Entre hermanos

...el mejor ejemplo que puedo darle, es uno que me dio mi padre hace tiempo. Verá, cuando todavía era joven y creía que todo era posible, vimos en la tele un programa que hablaba sobre la capacidad de la mente humana. En él hablaban sobre telequinesis, telepatía, premoniciones y cosas así. Hablaban de que la mente humana utilizaba tan solo una pequeña parte de todo su potencial. Me giré hacia mi padre, y le pregunté si él creía en estas cosas. Me contestó que lo que él creía era que si realmente estábamos desaprovechando gran parte de nuestro cerebro, el utilizarlo sería similar a cuando un adulto ve como un vaso que va rodando por el borde de una mesa. Sin darle mayor importancia, recogería el vaso, pues sabe que si no lo hace, sabe que llegará al borde y caerá al suelo. Entonces se rompería, y tendría que recoger todos los pedazos. ¿Cómo hubiese actuado un niño en su lugar? Probablemente no habría detenido el vaso, y al golpear éste contra el suelo se hubiese puesto a llorar asustado.

Mi padre imaginaba que algo similar ocurriría con un ser humano que aprovechase mejor su cerebro. Nosotros vemos el vaso rodar, y quizás alguien podría predecir que tres días más tarde habría un terremoto en India.

Algo similar debe de sucederle a mi Gregorio, mi hermano. No es que aproveche más partes de su cerebro que los demás, sino que lo utiliza de forma diferente. Verá, señor agente, cayó de un segundo piso cuando aún éramos pequeños. Se golpeó la cabeza, y mis padres le ingresaron en el hospital. No recuerdo cuanto tiempo estuvo allí, pero los médicos dijeron a mis padres que mi hermano había perdido la facultad del tiempo. Era incapaz de distinguir un recuerdo de algo que él razonaba. Es decir, que era incapaz de distinguir si el vaso iba a caer, o si había caído ya. Por eso se expresaba confundiendo los tiempos verbales. Además, su capacidad para preveer las cosas se vió muy mejorada.

Aún recuerdo una vez que llegó a casa y dijo:


- Mamá, el pollo de anoche estaba muy rico.

Mi madre había preparado pollo para cenar ese día, la noche anterior habíamos cenado sopa. Ni siquiera había comprado el pollo hasta poco antes de que Gregorio llegase a casa.

Al principio creíamos que era casualidad, pero poco a poco iba acertando cada vez más a menudo. Acertaba las comidas, el tiempo, quién iba a ganar las elecciones, la liga de fútbol... cosas así.

Durante nuestra adolescencia, a mí me encantaba salir con él en busca de chicas. Le preguntaba si se acordaba de cuando había estado saliendo con aquella chica que estaba enfrente de nosotros. Si me decía que sí, entonces me acercaba a ella. Nunca falló.

Pero no todo fue fácil para mi hermano. Gregorio tuvo muchos problemas en la escuela. Alguien que no es capaz de distinguir recuerdos de razonamientos no puede durar en la escuela, y todos lo sabíamos. Se las arregló bien durante los primeros años, cuando las clases aún eran sencillas, pero más tarde no fue capaz de seguir el ritmo del resto de sus compañeros. Dejó el colegio a los catorce años, y comenzó a trabajar en algo sencillo, como era limpiar la Catedral Norte. Simplemente tenía que barrer allá donde hubiese basura. No tenía que preocuparse si lo había hecho ya o no. Solamente debía de preocuparse de que todo estuviese limpio.

Poco más tarde empezó con los hurtos. Robaba sin que nadie le viese, sin molestar. Siempre robó a grandes superficies y comercios, nunca con violencia, ni a gente corriente. Mi hermano podrá ser un ladrón, pero siempre fue honrado, con un particular sentido del honor y de la ética.

Acumulaba todas sus “riquezas” en casa, en un cuarto que dedicó a sus pequeños tesoros. Siempre le dije que lo devolviese, que la gente lo comprendería. Que él estaba enfermo, y que la policía no le diría nada. Pero él no me hacía caso. Me decía que todo aquello lo hacía por mí, en compensación por lo que había tenido que sufrir por él. Por todo lo que le había cuidado, y que se sentía culpable por todo lo que me había hecho pasar. Yo siempre le dije que no pasaba nada, que éramos hermanos, y que era mi deber cuidarle. Que ni yo quería todo aquello que había robado para mí, ni que era necesario el que me pagase todos sus cuidados. Por algo era yo el hermano mayor.

Y así continuó durante toda su vida. Robando para agradecerme. Sacrificándose por mí, igual que yo me había sacrificado por él.

Y esa es la razón por la que estoy aquí, señor agente. Yo no maté a aquella señora para robar su tienda. Fue un accidente, pues Gregorio no es un asesino. De ésto estoy seguro. Todo ese dinero y objetos robados que han encontrado no son míos. Son de mi hermano. Puede que el juicio haya fallado en mi contra, creyéndome culpable y me haya encerrado aquí, pero le juro que soy inocente, que todo esto ha sido culpa de la enfermedad de mi hermano. Yo ya no tengo edad para hacer todas las fechorías de las cuales me culpan. Mi hermano estuvo durante toda su vida compensándome por esto, y al hacerlo, ha causado aquello por lo cual compensarme.

Comprenda mi historia señor agente, se lo ruego.

martes, 19 de abril de 2011

Dominando el miedo.

La gente huía entre gritos y caos. Corrían hacia mí mientras yo trataba de averiguar cual era la fuente de su terror. Veía como tropezaban los unos con los otros al tomar la curva que llevaba hacia el andén. Gritos que se multiplicaban en un millar de ecos gracias a la acústica de esta pequeña estación de metro. Continué caminando a contracorriente, golpeándome contra las decenas de personas que corrían. ¿Qué sucede?



Tras girar a la derecha ví a un hombre con la espalda contra la pared, mirando al frente, con unos ojos que pedían salir de allí. Un reguero de orina recorría el pantalón de su traje, como si también tratasen de escapar. La sala era demasiado pequeña para tanto miedo. Por eso, el hombre empujaba la pared con su espalda en un vano intento de alejarse.

Asomé un ojo por la esquina, tratando de comprender la situación. Con ciudado, sin que aquello que allí hubiese pudiera verme. Lo ví. Noté cómo el calor producido por la adrenalina iba recorriendo mi cuerpo, haciendo arder mi estómago y pecho. Me froté los ojos, y mientras se aclaraba mi visión, apareció ante mí un león. Sí, querido lector, ví un león suelto en una estación de metro de Madrid.

Poco a poco la fiera fue acercándose al hombre, olisqueándolo. Podía oírse el aire entrar en sus fosas nasales, impregnando su hocico con el sudor de aquel desgraciado. Las babas del felino comenzaban a gotear, golpeando contra el suelo al son de un ruido viscoso.
El hombre dió un respingo, dejando caer su maletín con gran estruendo mientras millares de folios revoloteaban en el aire. El león comenzó a rugir, llenándo la habitación de furia. Algo sonó a su derecha. Era una mujer de unos treinta años, que se acercaba tímidamente hacia el rey de la jungla.

- Shhh, tranquilo, tranquilo.

Llevaba las manos al frente, mostrándole a la criatura que ella no era ninguna amenaza. El león se giró, mirándola con curiosidad. El hombre continuaba inmóvil. Yo veía toda la escena incrédulo, pues aquello parecía irreal. El león parecía que hubiese salido de una de esas viejas películas antiguas, donde aparecen majestuosas criaturas hechas de trapo, moviendose con espasmos.

La mujer llegó hasta el león y comenzó a acariciar su melena lentamente, pero sin titubear. Éste se sintió incómodo al principio, lanzando pequeños rugidos de desagrado, pero poco a poco acabó por sentarse, y finalmente tumbándose en el suelo. El hombre se alejó lentamente, y cuando pasó por mi lado, echó a correr.

Oí como dos pequeños disparos, y ví como dos pequeños dardos se clavaban en el cuello y costado del león. Lanzó un último rugido, pero antes de que acabase, se quedó profundamente dormido. La mujer miró en mi dirección. Yo me giré siguiendo su mirada, y ví que a mi espalda había cinco policías, aún con el rifle apuntando al león. La mujer se puso en pie, y comenzó a caminar hacia nosotros. No llegó a dar un solo paso cuando las piernas empezaron a fallarle. Corrí hacia ella, y pude cogerla antes de que se desmayase.

Había sido increíblemente valiente. Se llevaron al león como pudieron, utilizando una especie de remolque.

- ¿Estais bien? - dijo el policía.
- Sí, solo se ha desmayado. -

Cuando las cosas se calmaron un poco, ella volvió en sí. Resultó ser una mujer de lo más normal, dependienta de una óptica. Le pregunté que cómo había sido capaz de hacer lo que hizo. Me dijo que no lo pensó, supo que era aquello lo que debía de hacer. No conocía de nada a aquel hombre.
Tras estar hablando un rato, le pregunté que si no le importaba que publicase todo lo sucedido en mi blog de relatos. Y aquí está

¡Inés, si lees esto, deja algún comentario!

Un abrazo.

domingo, 13 de marzo de 2011

Un trébol incompleto

Muchas veces me pregunto porqué las historias han contar algo extraordinario. Grandes reyes, mágicas noches, o la más terrible de todas las tormentas. Hablan sobre el fin del mundo, sobre el nacimiento de héroes, y sobre las muertes de los villanos.

En aquella noche no había luna llena, no llovía. No hubo ningún misterioso asesinato, ni vi fantasma alguno. Y aunque yo nunca he sido guerrero ni ladrón, tengo algo que contar.

Solo hubo algo fuera de lo común aquella noche y fue que mientras estaba sentado en el sofá después de cenar, tomé una decisión. No sé que rondaría por mi cabeza entonces, pero decidí que aquella noche iba a conducir. Mi familia estaba acostada ya, y al día siguiente tendría que ir a trabajar. Estuve a punto de arrepentirme, pero me dije a mí mismo que si me tenían que esperar al día siguiente, pues que esperasen.

Conduje por la ciudad que ya estaba arropada con mantas. Luces que parecían cansadas y querían dormir en la oscuridad. Sí, la ciudad parecía que estuviera sonriendo medio dormida. Los semáforos continuaban trabajando para una ciudad desierta,y yo circulaba como si fuese el rey del mundo. Salí de la ciudad al poco rato de estar conduciendo, pues la ciudad no me ofrecía nada.

Soñaba despierto, dejando que ese fresco aire nocturno erizase los pelos de mi brazo a través de la ventanilla. Mirando al frente, veía carretera y estrellas, iluminándose a veces sí, a veces no. Una pantalla negra con agujeros por donde se filtraba la luz a través de pequeños agujeros. Veía cada estrella y sabía que siempre había estado allí. Y me veía a mí mismo viajando con mi padre de noche, mirando a estos pequeños luceros desde el asiento de atrás. Nada había cambiado en el cielo, pero todo parecía haber cambiado en la Tierra.

Un letrero apareció inmóvil ante mis focos. Daba la bienvenida a la ciudad de Sanctus. Me dio las buenas noches, pues allí todo el mundo estaba durmiendo.

Por fin entré a la ciudad que no estaba buscando. La blanca e inmaculada Sanctus, donde todo era perfecto. Ciudad de niños felices y padres orgullosos. Con cinco catedrales de mármol blanco, uniforme de la ciudad.

Detuve el coche en un hueco que había para aparcar, y bajé para entrar en el bar que había a pocos metros.

Tardé poco en hacer amistad con la camarera. Estaba a punto de cerrar, pero al verme entrar, mandó al carajo el horario. Si ya eran las tres de la madrugada, que más daba cerrar un poco antes o un poco después, si nadie en aquella ciudad bebía temprano.

Me habló de sus gentes y de sus costumbres. Me habló de John, el americano que siempre tomaba un tequila antes de irse a dormir. Me habló de aquella chica negra tan guapa, que iba a ser madre. Y me habló también de aquel ladrón que no sabía si había estado ya, o estaba todavía por venir. Mencionó a Guillermo también, el hombre que más suerte tuvo del mundo. De toda aquella gente, Guillermo fue el afortunado que obtuvo mi interés.

Porque a Guillermo se le acercó la chica más guapa de todo Sanctus y nunca antes se habían visto. Rosa llamó a su puerta por error, y prácticamente se lo llevó a la cama.

También le tocó el mejor premio en el sorteo de la ciudad en tres ocasiones, y eso que en una de ellas ni siquiera había jugado. Se encontró el boleto tirado en el suelo, una vez había salido ya el número premiado. Nunca había caído enfermo, y fue el único de su clase de primaria que no tuvo piojos aquel año. Ya desde bien chico, su madre decía que no comprendía cómo era posible que su hijo fuese tan afortunado. Ya fuese por suerte o casualidad, se bajaba de los coches que más tarde sufrirían algún accidente. También pasaba que, nunca llegaba tarde a los sitios pues tenía la suerte de tener todos los semáforos en verde cuando él pasaba.

Pero al final resultó que ese tal Guillermo no solo tenía muchos golpes de suerte, sino que también tuvo muchas desgracias. Porque la chica más guapa de la ciudad era la novia de su mejor amigo. Ése era Alejandro, que un día, decidió dejar de hablarle. El boleto ganador del premio, en realidad pertenecía a un pobre hombre, que apareció muerto en la calle rodeado de miseria. El premio le hubiese dado acceso a mejores condiciones de vida, y quizás se hubiese salvado. Estas cosas nunca se saben. Y he dicho que nunca había caído enfermo. Es cierto, nunca lo hizo. Sin embargo, su madre murió por la complicación de una neumonía, y a su padre se le lo llevó una meningitis. Los piojos contagiaron tifus a algunos compañeros en aquel verano. Estuvo a punto de perder a uno de ellos a finales de Junio. Sobre lo de que bajaba de los coches que más tarde sufrían accidentes... os lo podéis imaginar. Quizás estuviese relacionado también con el hecho de que nunca pillase los semáforos en rojo. Muchas otras cosas se contaban de Guillermo, pero de las demás no lo sabía a ciencia cierta.

Y tal y como me dijo la camarera aquella noche, la mala suerte de Guillermo era que los demás no tuviesen tanta suerte como él tenía. Porque allá por donde él iba, las desgracias iban levantando polvo tras su rastro.

Él lo sabía, y maldijo mil veces su buena fortuna.

Tuvo que marcharse de la ciudad, porque ya nadie le aguantaba.

La camarera cerró el bar cuando ya eran casi las 5 de la madrugada. Nos despedimos, y caminé hacia mi coche. Todo aquello me daba mucho que pensar. Si la camarera se había inventado toda aquella historia para entretenerme, o si eran habladurías de barrio daba lo mismo. Había pasado una buena noche, y me había dejado pensando. Mientras conducía de vuelta a casa, el sol comenzaba a asomar por el horizonte, apartando una a una a todas las estrellas. Ya solo quedaba la última cuando llegué a casa. Ya era hora de dormir y de levantarse.

martes, 22 de febrero de 2011

La eterna pregunta

- Cariño, ¿crees que estoy gorda?
(Rápido Guillermo, responde sin titubear)
- Pues claro que no, cielo. ¿De dónde has sacado esa idea?
(Muy bien, Guillermo)
- Eso mismo pensaba yo, pero bla bla bla...

Guillermo desconectó. Miraba a su alrededor, aunque su mente estaba muy lejos de allí.
Mientras Rosa le hablaba de temas que poco le interesaban, él asentía e intercalaba algún "ahá" de vez en cuando. El café que tenía sobre la mesa aún estaba caliente, y lo removía de forma automática.

- Guillermo, ¿me estás escuchando?
- Ahá... sí..., claro....

El bar estaba vacío. Solamente Rosa y él sentados en una mesa, al lado del reloj: eran las 19:00.

- ...y me fui enfadada. Que poca vergüenza.
- Desde luego... ahá...

El tiempo se le hacía eterno. Miró el reloj, que marcaba las 17:33.

- ..y ella erre que erre...
- Ahá, ahá...

Las paredes estaban pintadas con un tono ligeramente marrón que le recordaba a las paredes de casa de sus padres.

- ¡No me estás escuchando!

Se rompió el hechizo. Guillermo dió un pequeño brinco, sobresaltado por el repentino grito de Rosa.

- ¡Nunca me escuchas! Es un tema que sabes que me preocupa y llevo media hora hablando sola!...
(Un momento... ¿media hora?)
- Siempre me haces lo mismo. Yo a tí siempre te estoy escuchando y...
(Hace un rato el reloj marcaba las 19:00, luego las 17:33.. que extraño. ¡Algo raro sucede!)
- ¡No sé ni como te aguanto porque...
(Ahora marca las 23:14. Esto es imposible, debo de estar en un sueño. A ver... ¿cómo he llegado hasta aquí?)

Guillermo no sabía como había llegado hasta allí. Estaba soñando. Rosa continuaba discutiendo sola mientras él salía del bar.

- Mmm... ahora recuerdo. Anoche, antes de acostarme leí sobre sueños lúcidos, es decir, aquellos sueños en los que eres consciente de que estas soñando. Me dije a mí mismo que experimentaría a ver qué cosas podía hacer mientras estaba soñando. A ver...

Guillermo intentó modificar las leyes de la física, tratando de volar, atravesar paredes... Nada. Seguía con los pies en el suelo, y las paredes ni se inmutaron.

- Supongo que no tengo suficiente práctica.
Un hombre le miraba.

- Hola Guillermo - dijo el hombre.
- Hola, ¿quién eres? No te reconozco.
- Pues no lo sé. Yo tampoco sé quién soy.
- Creo que no te he conocido nunca. Quizás te haya inventado durante este sueño.

Guillermo se dió cuenta de que todo lo que aquel hombre le dijera, ya lo sabría. Él era producto de su imaginación. No obstante, le picaba la curiosidad. Era como mirar a través de un agujero en la pared hacia la sala cerrada del subconsciente.

- Voy a aprovechar para hacerle una pregunta profunda. Será interesante escuchar la respuesta que ofrece este personaje y descubrir qué piensa la cara oculta de mi mente. - pensó Guillermo.
- Soy todo oídos.
- Está bien, está bien. ¿Quién soy yo?
- Mmm... sabes que estás soñando, y sabes que eres Guillermo. Si lo sabes, ¿porqué me lo ibas a preguntar?. Lo importante no es quién eres, puesto que lo que yo te conteste será obvio. La pregunta importante sería: ¿Porqué quiero preguntar a mi subconsciente que quién soy?
- Quiero conocerme mejor. Quiero que la parte no consciente de mi mente me describa. ¿Quién puede conocerme mejor que yo mismo?
- Tal vez estés equivocado, y lo que conozcas de tí mismo sea falso, por lo que la respuesta que te dé será errónea. Lo que sí puedo decirte, es que tienes interés en saberlo, y esta respuesta contesta a parte de tu pregunta.
- No lo entiendo.
- Nadie dijo que lo harías. Esto es un sueño, ¿no?. Sabías que solamente obtendrías respuestas crípticas por mi parte, y aun así me has preguntado.

El hombre comenzó a caminar apresuradamente, como si llegase tarde a algún sitio.

- ¡Espera! ¡Aún tengo muchas otras preguntas!
- Acompañame entonces.
- ¿A dónde vas con tanta prisa?
- ¿Es esa tu primera pregunta?
- Sí, lo es.
- ¿Y cómo ibas a tenerla antes de que comenzara a andar? ¿Cómo sabías que me iba a ir? Voy a hacer algo importante.
- ¿Qué es eso tan importante?

El hombre no respondió.
- Ehm.... ¿cómo te llamas entonces? - dijo Guillermo.
- Ya te dije que no sé quién soy.
- Solo he preguntado por tu nombre.
- Puedes llamarme Antonio si eso significa algo para tí.

El hombre entró en un edificio. Dentro había unas taquillas. Subió unas escaleras, y llegó a a una sala a oscuras. Podía oírse el rumor de unos aplausos.

- Guillermo, a partir de aquí he de dejarte. Yo entraré ahí dentro, y tú despertarás poco después. Y cuando lo hagas, descubrirás que aunque no sepas quién eres, al menos sabrás quién no eres.

Antonio entró dentro de la sala. Entre el rumor de los aplausos Guillermo pudo escuchar como su recién inventado personaje gritaba "¡Hijo de puta!". Instantes después, escuchó el sonido de un disparo. Los aplausos se detuvieron, y comenzaron los gritos. El sueño comenzaba a desmoronarse como un puzzle al agitarse. Gente que gritaba y salía aterrorizada del teatro Las mismas caras una y otra vez, como si el sueño se hubiese estropeado y se le hubiese acabado la gente. Guillermo trataba de buscarle el sentido a todo aquello, pero ya era imposible. Se vió inmerso en un mar de personas que le alejaba de aquel lugar. Otro disparo. ¿Quién era Antonio? ¿Qué representaba? ¿Y aquél teatro? Todo comenzó a rasgarse, y un dormitorio fue apareciendo poco a poco.

Rosa se despertó sin recordar nada de lo que acababa de soñar. Se estiró levemente, y vió que su reloj despertador marcaba las 05:36. Aún le quedaban unas cuantas horas antes de irse a trabajar. Miró a su derecha y vió que Guillermo dormía plácidamente. Le dió un besito, y volvió a dormirse.

(Te quiero).