domingo, 13 de marzo de 2011

Un trébol incompleto

Muchas veces me pregunto porqué las historias han contar algo extraordinario. Grandes reyes, mágicas noches, o la más terrible de todas las tormentas. Hablan sobre el fin del mundo, sobre el nacimiento de héroes, y sobre las muertes de los villanos.

En aquella noche no había luna llena, no llovía. No hubo ningún misterioso asesinato, ni vi fantasma alguno. Y aunque yo nunca he sido guerrero ni ladrón, tengo algo que contar.

Solo hubo algo fuera de lo común aquella noche y fue que mientras estaba sentado en el sofá después de cenar, tomé una decisión. No sé que rondaría por mi cabeza entonces, pero decidí que aquella noche iba a conducir. Mi familia estaba acostada ya, y al día siguiente tendría que ir a trabajar. Estuve a punto de arrepentirme, pero me dije a mí mismo que si me tenían que esperar al día siguiente, pues que esperasen.

Conduje por la ciudad que ya estaba arropada con mantas. Luces que parecían cansadas y querían dormir en la oscuridad. Sí, la ciudad parecía que estuviera sonriendo medio dormida. Los semáforos continuaban trabajando para una ciudad desierta,y yo circulaba como si fuese el rey del mundo. Salí de la ciudad al poco rato de estar conduciendo, pues la ciudad no me ofrecía nada.

Soñaba despierto, dejando que ese fresco aire nocturno erizase los pelos de mi brazo a través de la ventanilla. Mirando al frente, veía carretera y estrellas, iluminándose a veces sí, a veces no. Una pantalla negra con agujeros por donde se filtraba la luz a través de pequeños agujeros. Veía cada estrella y sabía que siempre había estado allí. Y me veía a mí mismo viajando con mi padre de noche, mirando a estos pequeños luceros desde el asiento de atrás. Nada había cambiado en el cielo, pero todo parecía haber cambiado en la Tierra.

Un letrero apareció inmóvil ante mis focos. Daba la bienvenida a la ciudad de Sanctus. Me dio las buenas noches, pues allí todo el mundo estaba durmiendo.

Por fin entré a la ciudad que no estaba buscando. La blanca e inmaculada Sanctus, donde todo era perfecto. Ciudad de niños felices y padres orgullosos. Con cinco catedrales de mármol blanco, uniforme de la ciudad.

Detuve el coche en un hueco que había para aparcar, y bajé para entrar en el bar que había a pocos metros.

Tardé poco en hacer amistad con la camarera. Estaba a punto de cerrar, pero al verme entrar, mandó al carajo el horario. Si ya eran las tres de la madrugada, que más daba cerrar un poco antes o un poco después, si nadie en aquella ciudad bebía temprano.

Me habló de sus gentes y de sus costumbres. Me habló de John, el americano que siempre tomaba un tequila antes de irse a dormir. Me habló de aquella chica negra tan guapa, que iba a ser madre. Y me habló también de aquel ladrón que no sabía si había estado ya, o estaba todavía por venir. Mencionó a Guillermo también, el hombre que más suerte tuvo del mundo. De toda aquella gente, Guillermo fue el afortunado que obtuvo mi interés.

Porque a Guillermo se le acercó la chica más guapa de todo Sanctus y nunca antes se habían visto. Rosa llamó a su puerta por error, y prácticamente se lo llevó a la cama.

También le tocó el mejor premio en el sorteo de la ciudad en tres ocasiones, y eso que en una de ellas ni siquiera había jugado. Se encontró el boleto tirado en el suelo, una vez había salido ya el número premiado. Nunca había caído enfermo, y fue el único de su clase de primaria que no tuvo piojos aquel año. Ya desde bien chico, su madre decía que no comprendía cómo era posible que su hijo fuese tan afortunado. Ya fuese por suerte o casualidad, se bajaba de los coches que más tarde sufrirían algún accidente. También pasaba que, nunca llegaba tarde a los sitios pues tenía la suerte de tener todos los semáforos en verde cuando él pasaba.

Pero al final resultó que ese tal Guillermo no solo tenía muchos golpes de suerte, sino que también tuvo muchas desgracias. Porque la chica más guapa de la ciudad era la novia de su mejor amigo. Ése era Alejandro, que un día, decidió dejar de hablarle. El boleto ganador del premio, en realidad pertenecía a un pobre hombre, que apareció muerto en la calle rodeado de miseria. El premio le hubiese dado acceso a mejores condiciones de vida, y quizás se hubiese salvado. Estas cosas nunca se saben. Y he dicho que nunca había caído enfermo. Es cierto, nunca lo hizo. Sin embargo, su madre murió por la complicación de una neumonía, y a su padre se le lo llevó una meningitis. Los piojos contagiaron tifus a algunos compañeros en aquel verano. Estuvo a punto de perder a uno de ellos a finales de Junio. Sobre lo de que bajaba de los coches que más tarde sufrían accidentes... os lo podéis imaginar. Quizás estuviese relacionado también con el hecho de que nunca pillase los semáforos en rojo. Muchas otras cosas se contaban de Guillermo, pero de las demás no lo sabía a ciencia cierta.

Y tal y como me dijo la camarera aquella noche, la mala suerte de Guillermo era que los demás no tuviesen tanta suerte como él tenía. Porque allá por donde él iba, las desgracias iban levantando polvo tras su rastro.

Él lo sabía, y maldijo mil veces su buena fortuna.

Tuvo que marcharse de la ciudad, porque ya nadie le aguantaba.

La camarera cerró el bar cuando ya eran casi las 5 de la madrugada. Nos despedimos, y caminé hacia mi coche. Todo aquello me daba mucho que pensar. Si la camarera se había inventado toda aquella historia para entretenerme, o si eran habladurías de barrio daba lo mismo. Había pasado una buena noche, y me había dejado pensando. Mientras conducía de vuelta a casa, el sol comenzaba a asomar por el horizonte, apartando una a una a todas las estrellas. Ya solo quedaba la última cuando llegué a casa. Ya era hora de dormir y de levantarse.