Siento la necesidad de hablarte. De
contarte todo lo que me está sucediendo. De expresar lo que he
descubierto.
Necesito que me escuches, aunque sea
con tus ojos al leer mis palabras. Porque hay algo aquí dentro que
me oprime. Como si hubiese aguantado la respiración durante
demasiado tiempo. Convulsiones que hacen que se escapen bocanadas de
aire que reparten emociones.
Pero no quiero que te asustes. No
quiero que huyas ni que me mires con desconfianza. Porque sé que las
cosas importantes hacen huir hasta al más valiente de los campeones.
Y no, no voy a decirte algo tan miserable como un te quiero o un
siempre me has gustado. Esto va más allá de lo mundano que es el
amor. Se escapa a la superficialidad de esa sobrevalorada emoción.
Déjame que te lo explique con tanto detalle como el castellano me lo
permita.
Sabes bien como te conocí. Te ví
sentada en la acera, ajena al mundo. Yo caminaba hacia algún lugar
que poco importa. Tú mirabas al suelo cabizbaja. Yo intentaba verte
a través de una calle inundada de gente. Personas atareadas que para
mí eran grises. Solo tú estabas iluminada y aparecías en color.
Ver el caminar ralentizado de los peatones mientras que tú y yo
continuábamos bailando al son de los segundos de toda la vida.
Y a pesar de que mis ojos eran capaces
de percibirte en todas tus formas y colores, no era capaz de verte.
No como te veo ahora. No como me has hecho ver a la gente. Solo sabía
que te mecías hacia adelante y hacia atrás, como intentando olvidar
algo con urgencia.
No sé porqué me acerqué. Nunca antes
lo he hecho. Bueno sí, alguna vez he dado alguna moneda a algún
músico o artista callejero. Incluso he dado comida a algunas
personas. Pero nunca he dado dinero sin más. No porque no lo tenga,
sino porque siempre me ha parecido inmoral. La limosna siempre me ha
parecido una perversión para hombre. Dadle algo a aquel que se
esfuerza pintando un cuadro, recitando poesía o cantando. Dádselo a
aquel que se esfuerza por salir de la pobreza por muy mal que estén
las cosas. Me da igual que su violín tenga una cuerda rota o que
desafine al cantar. Sabré que lo intentas, y te premiaré por ello.
Pero no daré dinero porque sí. No puedo dar a aquel que no veo que
lucha.
Y sin embargo allí estabas tú.
Pidiendo dinero como una canalla. Con un infame cartel a tu lado intentando dar pena. Ni siquiera tenías la decencia de ganarte las monedas
mendigándolas con tu propia voz. No, tu estabas allí sentadita, mirando
al suelo y esperando a que las monedas cayesen del cielo, murmurando
un gracias de vez en cuando. Y no es que odie a ese tipo de personas
por perezosas o vagas. Es que que odio es a la gente que se rinde.
Supongo que recordarás lo que hice, ya
que si no, no estarías leyendo estas palabras. Crucé la calzada
cuando el semáforo gritaba verde, y me puse a tu lado. Y como si
fuese lo más normal del mundo abrí la boca, permitiendo la fuga de
tan cotidianas palabras:
- Hola, ¿qué tal?
Olvidaste que estabas meciendo tu
cuerpo, y me miraste por primera vez. Tus ojos me decían que no
comprendías o no querías entender. Se supone que la gente no debe de
hablarte, sino que debe darte dinero y olvidarte.
- Hola... ¿te encuentras bien? -
repetí inseguro.
- Sí... ¿te conozco?
Aquella fue la primera vez que escuché
tu voz. Entonces me pareció la más lógica de las respuestas a
pesar de ser una pregunta. Pero recordándolo todo ahora me parece tan irónico,
tan representativo de esto que intento decirte.
- No. Creo que no. Quizás me hayas
visto pasar por aquí, paso todos los días para coger el metro.
- Ah... no sé, hay tanta gente... Oye,
¿no tendrás por ahí alguna moneda suelta? Por el amor de dios, tengo hambre, necesito
comer...
Estuve a punto de marcharme.
Reconozco que llegué a sentir hasta repulsión. Ahora sé que
intentabas ganarte la vida como buenamente podías a pesar de que no
esté de acuerdo con el medio que elegiste. Porque me sentí insultantemente rechazado. No sé el porqué, pero yo intentaba conocerte y tú me
estabas pidiendo dinero. Sabía perfectamente que hacías allí
sentada en la acera con aquel cartel, y aun así me disgusté cuando
me dijiste aquellas palabras. Aun así me serené y continué
diciendo:
- Mira, no acostumbro a dar dinero a quien yo creo que no se lo merece. Si quieres que te dé algo, vas a tener que
darme una buena razón para que te lo dé.
- Pero... llevo tres días sin comer,
no tengo casa...
- No quiero saber porqué necesitas el
dinero. Quiero que te lo ganes.
- ¿Y en qué estás pensando? Oye, yo
no soy de ese tipo de...
- No me refiero a nada indecente.
Quiero que convenzas. Podrías por ejemplo, contarme quién eres,
como has acabado así.
- ¿Que quién soy?
- Sí.
- Bueno, me llamo Lucía. Tengo 27
años, y llevo un año y medio viviendo en la calle.
- Ahá. ¿y qué sucedió? ¿cómo
acabaste aquí?
- Pues... verá señor, si no quiere
darme dinero no hace falta que me lo dé. Yo solo pido algunos
céntimos, calderilla que tenga en los bolsillos...
Otra vez conseguiste enfadarme. Y no sé
que hizo que me quedara, pero cogí aire y me tragué la ira.
- Te daré un billete de diez si me
cuentas quién eres. Dime algo que merezca esa cantidad de dinero.
- Está bien. Pero tardaré un rato.
- Vamos a sentarnos a ese banco.
Y me contaste acerca de cómo te fuiste
de casa de tus padres. De como aquella discusión os había separado.
De cómo juzgaste aquella familia de irreconciliable. De cómo
decidiste no verles nunca más. De que preferiste la calle a convivir
con aquella gente. Me explicaste que las cosas no fueron fáciles. De
que no conseguías trabajo, y de que apenas pudiste vivir un par de
semanas dignamente con el poco dinero que tenías ahorrado. No
quisiste contarme qué es lo que dijeron, y lo respeté.
Yo no podía entender qué podría ser.
¿Había algo capaz de crear tanto odio? Porque me aseguraste que no
fue nada denunciable. Me dijiste que fue por orgullo. Buscabas que te
pidiesen perdón, pero no lo hicieron. La razón por la que te
marchaste no fueron tus padres, fue tu propio orgullo. No comprendo
como algo así pudiera hacer que abandonases tu forma de vida y
acabases de forma tan miserable. La lógica me dice que algo así no
debería de ser suficiente motivo. ¿Abandonar a tu familia y acabar
así por orgullo? Además, me dijiste que podrías volver a casa con
solo llamarles. Pero no querías. No lo comprendía.
- No todo en este mundo tiene lógica,
¿sabes? - me dijo sin mirarme a la cara
- ¿Cómo que no?
- Hay cosas que no la tiene, no, cosas
que solamente se pueden explicar con emociones. Mi enfado, mi
orgullo...
- Pero... piénsalo serenamente. Por
algo así.. donde solo tendrías que decir un "perdón" tú
y podrías recuperar a tu familia, tu casa. Es algo que se te pasará
en cuanto lo soluciones.
- No, no y no. No lo comprendes. Sé
que es ilógico, sé que no tiene ni pies ni cabeza. Sé que el
motivo puede que incluso sea absurdo si lo piensas de forma fría.
Pero las personas no somos máquinas ¿sabes? No podemos ponernos en
on y off cuando nos apetezca.
- Lo sé. Tenemos sentimientos, tenemos
emociones. Pero también tenemos la capacidad de analizar y
comprender.
- No todo se puede comprender ni
analizar, a veces hay que sentir.
- ¿Y? Una cosa no quita para la otra.
Mira hasta donde has llegado...
- No he podido evitarlo.
- ¡Pero si podrías solucionarlo ahora
mismo!
- No quiero solucionarlo. No hasta que
me pidan perdón.
- ¿Y saben tus padres dónde están
ahora?
- No.
- ¿Entonces? ¿Cómo te van a pedir
perdón?
- ¡¡No lo sé!! ¡¡Sigo enfadada con
ellos!!
Gritaste. Vi como aguantabas las
lágrimas. Sabía que no querías que viese tu pena y por eso
preferías parecer enfadada. Te pedí que te calmases, que no era mi
intención ofenderte. Solo quería comprender, y a ser posible
ayudarte. Sin embargo, tu insistías en que nunca podría
comprenderte por medio de la lógica. Que no querías que te ayudase
porque me decías que yo no era capaz de sentir. Porque me decías
que yo no debería de analizarlo todo. Y yo te decía que es mi forma
de enfrentarme al mundo.
- Pues cuando te des cuenta de que hay
veces que las cosas no se pueden analizar, serás mucho más feliz.
- ¿Feliz como tú?
- Yo no soy del todo feliz, pero
tampoco me considero más desgraciada que tú.
Aquello me chocó. Y como parte de una
compleja maquinaria, aquellas palabras activaron mis mecanismos más
internos. Porque empecé a hablar de aquellas cosas que me hacían
infeliz a mí, dándome cuenta de que el que realmente tenía un
problema, era yo. Me dí cuenta de la gran cantidad de preocupaciones
que había tenido en mi vida por no ser capaz de introducir las
emociones en las ecuaciones de mi día a día. Tantas amistades que
se quedaron a medias. Tantas relaciones rotas, o que ni siquiera
empezaron a florecer.
Le dí los diez euros y me marché. Me
dio las gracias.
Al día siguiente volví a pasar por la
misma calle, y te ví de nuevo. Me acerqué de nuevo y te saludé.
Estuvimos hablando de nuevo, yo contándote sobre mis cosas, y tu
sobre las suyas. Fue la primera vez que te miré a los ojos, y ví lo
mucho que había allí dentro.
Pasaron los días, y luego los meses.
Siempre que pasaba por allí me paraba a hablar un rato. Siempre
hablábamos de lo mismo: las emociones, la lógica.
Y de repente, un día ya no estabas. No
estabas con tu cartel escrito a mano sentada sobre la acera. Te
busqué durante días, pero no apareciste.
Pasaron meses, y había algo en mí que
había cambiado. Contaba a la gente las cosas sobre las que habíamos
hablado. Comprendí mejor a las personas, llegando incluso a conectar
con gente con la que hasta ahora me había llevado mal. Porque ahora
les comprendía. Era capaz de mirarles a los ojos y entenderles.
Conseguí conectar emocionalmente.
Y fue entonces cuando me dí cuenta de
lo mucho que te echaba de menos. Porque no sé como lo hiciste, pero
me hiciste cambiar. De aquella acera no se fue una mujer diferente,
sino que salió un hombre cambiado. Un hombre que había conseguido
comprender la otra cara su moneda. Me sentí lleno, completo. Como si
ahora fuese capaz de pensar de dos formas diferentes. Sé que todavía
no comprendo del todo aquello que tú llamabas inteligencia
emocional, pero ahora comprendo la importancia que tiene en nuestras
vidas. Ahora sé que las reglas son diferentes, y puedo jugar con
ellas.
Volví a pasar por aquella calle al
cabo de unos días. Y fue cuando te vi paseando. Ibas muy arreglada,
caminando hacia algún sitio sonriendo. Me guiñaste un ojo, y fue
por ello por lo que te reconocí. Dejaste caer una tarjeta de visita
donde ponía tu email, y por eso te escribo. No te hizo falta hacer
nada más. Aquel gesto me hizo saber que por fin habías hablado con
tus padres y que se había solucionado todo.
Como ves, yo no fui el único pobre
diablo que cambió en aquella acera.
Muchas gracias por todo Lucía. No
sabes cuanto me alegro de habernos conocido.