sábado, 7 de julio de 2012

Dos pobres diablos


Siento la necesidad de hablarte. De contarte todo lo que me está sucediendo. De expresar lo que he descubierto.
Necesito que me escuches, aunque sea con tus ojos al leer mis palabras. Porque hay algo aquí dentro que me oprime. Como si hubiese aguantado la respiración durante demasiado tiempo. Convulsiones que hacen que se escapen bocanadas de aire que reparten emociones.

Pero no quiero que te asustes. No quiero que huyas ni que me mires con desconfianza. Porque sé que las cosas importantes hacen huir hasta al más valiente de los campeones. Y no, no voy a decirte algo tan miserable como un te quiero o un siempre me has gustado. Esto va más allá de lo mundano que es el amor. Se escapa a la superficialidad de esa sobrevalorada emoción. Déjame que te lo explique con tanto detalle como el castellano me lo permita.

Sabes bien como te conocí. Te ví sentada en la acera, ajena al mundo. Yo caminaba hacia algún lugar que poco importa. Tú mirabas al suelo cabizbaja. Yo intentaba verte a través de una calle inundada de gente. Personas atareadas que para mí eran grises. Solo tú estabas iluminada y aparecías en color. Ver el caminar ralentizado de los peatones mientras que tú y yo continuábamos bailando al son de los segundos de toda la vida.

Y a pesar de que mis ojos eran capaces de percibirte en todas tus formas y colores, no era capaz de verte. No como te veo ahora. No como me has hecho ver a la gente. Solo sabía que te mecías hacia adelante y hacia atrás, como intentando olvidar algo con urgencia.

No sé porqué me acerqué. Nunca antes lo he hecho. Bueno sí, alguna vez he dado alguna moneda a algún músico o artista callejero. Incluso he dado comida a algunas personas. Pero nunca he dado dinero sin más. No porque no lo tenga, sino porque siempre me ha parecido inmoral. La limosna siempre me ha parecido una perversión para hombre. Dadle algo a aquel que se esfuerza pintando un cuadro, recitando poesía o cantando. Dádselo a aquel que se esfuerza por salir de la pobreza por muy mal que estén las cosas. Me da igual que su violín tenga una cuerda rota o que desafine al cantar. Sabré que lo intentas, y te premiaré por ello. Pero no daré dinero porque sí. No puedo dar a aquel que no veo que lucha.

Y sin embargo allí estabas tú. Pidiendo dinero como una canalla. Con un infame cartel a tu lado intentando dar pena. Ni siquiera tenías la decencia de ganarte las monedas mendigándolas con tu propia voz. No, tu estabas allí sentadita, mirando al suelo y esperando a que las monedas cayesen del cielo, murmurando un gracias de vez en cuando. Y no es que odie a ese tipo de personas por perezosas o vagas. Es que que odio es a la gente que se rinde.

Supongo que recordarás lo que hice, ya que si no, no estarías leyendo estas palabras. Crucé la calzada cuando el semáforo gritaba verde, y me puse a tu lado. Y como si fuese lo más normal del mundo abrí la boca, permitiendo la fuga de tan cotidianas palabras:

- Hola, ¿qué tal?

Olvidaste que estabas meciendo tu cuerpo, y me miraste por primera vez. Tus ojos me decían que no comprendías o no querías entender. Se supone que la gente no debe de hablarte, sino que debe darte dinero y olvidarte.

- Hola... ¿te encuentras bien? - repetí inseguro.
- Sí... ¿te conozco?

Aquella fue la primera vez que escuché tu voz. Entonces me pareció la más lógica de las respuestas a pesar de ser una pregunta. Pero recordándolo todo ahora me parece tan irónico, tan representativo de esto que intento decirte.

- No. Creo que no. Quizás me hayas visto pasar por aquí, paso todos los días para coger el metro.
- Ah... no sé, hay tanta gente... Oye, ¿no tendrás por ahí alguna moneda suelta? Por el amor de dios, tengo hambre, necesito comer...

Estuve a punto de marcharme. Reconozco que llegué a sentir hasta repulsión. Ahora sé que intentabas ganarte la vida como buenamente podías a pesar de que no esté de acuerdo con el medio que elegiste. Porque me sentí insultantemente rechazado. No sé el porqué, pero yo intentaba conocerte y tú me estabas pidiendo dinero. Sabía perfectamente que hacías allí sentada en la acera con aquel cartel, y aun así me disgusté cuando me dijiste aquellas palabras. Aun así me serené y continué diciendo:

- Mira, no acostumbro a dar dinero a quien yo creo que no se lo merece. Si quieres que te dé algo, vas a tener que darme una buena razón para que te lo dé.
- Pero... llevo tres días sin comer, no tengo casa...
- No quiero saber porqué necesitas el dinero. Quiero que te lo ganes.
- ¿Y en qué estás pensando? Oye, yo no soy de ese tipo de...
- No me refiero a nada indecente. Quiero que convenzas. Podrías por ejemplo, contarme quién eres, como has acabado así.
- ¿Que quién soy?
- Sí.
- Bueno, me llamo Lucía. Tengo 27 años, y llevo un año y medio viviendo en la calle.
- Ahá. ¿y qué sucedió? ¿cómo acabaste aquí?
- Pues... verá señor, si no quiere darme dinero no hace falta que me lo dé. Yo solo pido algunos céntimos, calderilla que tenga en los bolsillos...

Otra vez conseguiste enfadarme. Y no sé que hizo que me quedara, pero cogí aire y me tragué la ira.

- Te daré un billete de diez si me cuentas quién eres. Dime algo que merezca esa cantidad de dinero.
- Está bien. Pero tardaré un rato.
- Vamos a sentarnos a ese banco.

Y me contaste acerca de cómo te fuiste de casa de tus padres. De como aquella discusión os había separado. De cómo juzgaste aquella familia de irreconciliable. De cómo decidiste no verles nunca más. De que preferiste la calle a convivir con aquella gente. Me explicaste que las cosas no fueron fáciles. De que no conseguías trabajo, y de que apenas pudiste vivir un par de semanas dignamente con el poco dinero que tenías ahorrado. No quisiste contarme qué es lo que dijeron, y lo respeté.

Yo no podía entender qué podría ser. ¿Había algo capaz de crear tanto odio? Porque me aseguraste que no fue nada denunciable. Me dijiste que fue por orgullo. Buscabas que te pidiesen perdón, pero no lo hicieron. La razón por la que te marchaste no fueron tus padres, fue tu propio orgullo. No comprendo como algo así pudiera hacer que abandonases tu forma de vida y acabases de forma tan miserable. La lógica me dice que algo así no debería de ser suficiente motivo. ¿Abandonar a tu familia y acabar así por orgullo? Además, me dijiste que podrías volver a casa con solo llamarles. Pero no querías. No lo comprendía.

- No todo en este mundo tiene lógica, ¿sabes? - me dijo sin mirarme a la cara
- ¿Cómo que no?
- Hay cosas que no la tiene, no, cosas que solamente se pueden explicar con emociones. Mi enfado, mi orgullo...
- Pero... piénsalo serenamente. Por algo así.. donde solo tendrías que decir un "perdón" tú y podrías recuperar a tu familia, tu casa. Es algo que se te pasará en cuanto lo soluciones.
- No, no y no. No lo comprendes. Sé que es ilógico, sé que no tiene ni pies ni cabeza. Sé que el motivo puede que incluso sea absurdo si lo piensas de forma fría. Pero las personas no somos máquinas ¿sabes? No podemos ponernos en on y off cuando nos apetezca.
- Lo sé. Tenemos sentimientos, tenemos emociones. Pero también tenemos la capacidad de analizar y comprender.
- No todo se puede comprender ni analizar, a veces hay que sentir.
- ¿Y? Una cosa no quita para la otra. Mira hasta donde has llegado...
- No he podido evitarlo.
- ¡Pero si podrías solucionarlo ahora mismo!
- No quiero solucionarlo. No hasta que me pidan perdón.
- ¿Y saben tus padres dónde están ahora?
- No.
- ¿Entonces? ¿Cómo te van a pedir perdón?
- ¡¡No lo sé!! ¡¡Sigo enfadada con ellos!!

Gritaste. Vi como aguantabas las lágrimas. Sabía que no querías que viese tu pena y por eso preferías parecer enfadada. Te pedí que te calmases, que no era mi intención ofenderte. Solo quería comprender, y a ser posible ayudarte. Sin embargo, tu insistías en que nunca podría comprenderte por medio de la lógica. Que no querías que te ayudase porque me decías que yo no era capaz de sentir. Porque me decías que yo no debería de analizarlo todo. Y yo te decía que es mi forma de enfrentarme al mundo.

- Pues cuando te des cuenta de que hay veces que las cosas no se pueden analizar, serás mucho más feliz.
- ¿Feliz como tú?
- Yo no soy del todo feliz, pero tampoco me considero más desgraciada que tú.

Aquello me chocó. Y como parte de una compleja maquinaria, aquellas palabras activaron mis mecanismos más internos. Porque empecé a hablar de aquellas cosas que me hacían infeliz a mí, dándome cuenta de que el que realmente tenía un problema, era yo. Me dí cuenta de la gran cantidad de preocupaciones que había tenido en mi vida por no ser capaz de introducir las emociones en las ecuaciones de mi día a día. Tantas amistades que se quedaron a medias. Tantas relaciones rotas, o que ni siquiera empezaron a florecer.

Le dí los diez euros y me marché. Me dio las gracias.

Al día siguiente volví a pasar por la misma calle, y te ví de nuevo. Me acerqué de nuevo y te saludé. Estuvimos hablando de nuevo, yo contándote sobre mis cosas, y tu sobre las suyas. Fue la primera vez que te miré a los ojos, y ví lo mucho que había allí dentro.

Pasaron los días, y luego los meses. Siempre que pasaba por allí me paraba a hablar un rato. Siempre hablábamos de lo mismo: las emociones, la lógica.

Y de repente, un día ya no estabas. No estabas con tu cartel escrito a mano sentada sobre la acera. Te busqué durante días, pero no apareciste.

Pasaron meses, y había algo en mí que había cambiado. Contaba a la gente las cosas sobre las que habíamos hablado. Comprendí mejor a las personas, llegando incluso a conectar con gente con la que hasta ahora me había llevado mal. Porque ahora les comprendía. Era capaz de mirarles a los ojos y entenderles. Conseguí conectar emocionalmente.

Y fue entonces cuando me dí cuenta de lo mucho que te echaba de menos. Porque no sé como lo hiciste, pero me hiciste cambiar. De aquella acera no se fue una mujer diferente, sino que salió un hombre cambiado. Un hombre que había conseguido comprender la otra cara su moneda. Me sentí lleno, completo. Como si ahora fuese capaz de pensar de dos formas diferentes. Sé que todavía no comprendo del todo aquello que tú llamabas inteligencia emocional, pero ahora comprendo la importancia que tiene en nuestras vidas. Ahora sé que las reglas son diferentes, y puedo jugar con ellas.

Volví a pasar por aquella calle al cabo de unos días. Y fue cuando te vi paseando. Ibas muy arreglada, caminando hacia algún sitio sonriendo. Me guiñaste un ojo, y fue por ello por lo que te reconocí. Dejaste caer una tarjeta de visita donde ponía tu email, y por eso te escribo. No te hizo falta hacer nada más. Aquel gesto me hizo saber que por fin habías hablado con tus padres y que se había solucionado todo.

Como ves, yo no fui el único pobre diablo que cambió en aquella acera.

Muchas gracias por todo Lucía. No sabes cuanto me alegro de habernos conocido.